lunes, octubre 16, 2006

Justificación: ¿por la fe o por las obras?



Introducción

Una lectura rápida de las cartas de san Pablo y Santiago nos pone ante una aparente contradicción entre los dos apóstoles, pues mientras Pablo sostiene que la justificación (salvación) se obtiene por la fe y no por las obras, Santiago afirma que dicha justificación se obtiene por las obras y no por la fe solamente. Una lectura profunda muestra la evidencia de un hecho más complejo: es posible que en verdad las primeras comunidades cristianas hubiesen entrado en confusión ante esta contradicción, o más bien que los textos hubiesen entrado en contradicción ante la realidad de tales comunidades.

Lo cierto es que esta diferencia ha fundamentado bíblicamente la ruptura que se dio en el seno de la Iglesia en el siglo XVI, conocida como la Reforma. Los protestantes han tomado los textos de Gálatas y Romanos como carta fundacional de su teología y hermenéutica bíblica: sólo la fe salva, sostienen ellos. Los católicos, en cambio, considerando unos y otros textos, afirmamos que las obras son necesarias como explicitación de la fe para alcanzar la salvación.

Varios autores modernos se han ocupado del tema, apoyados en el desarrollo de la crítica histórica y literaria. Basados en ellos y en los propios textos bíblicos, vamos a hacer una aproximación al problema de la siguiente manera: en primer lugar, tomaremos las perícopas claves de los textos “opuestos” de Pablo y Santiago, con énfasis en los versículos que constituyen el epicentro de tales perícopas, y delimitaremos el problema; luego analizaremos el contexto en que fueron escritos los textos, los destinatarios y el propósito de los autores; después precisaremos el significado de los términos y ejes teológicos en cada uno de los autores; finalmente, expondremos nuestra conclusión, insinuada ya en esta introducción cuando hablamos de una “aparente” contradicción.

1. Planteamiento del problema

El “conflicto” entre los dos autores se refleja en el planteamiento de su teología en relación con la justificación/salvación del hombre (cabe aclarar que no vamos a distinguir aquí entre los términos justificación y salvación, puesto que ambos autores los utilizan casi como sinónimos, aunque con diferentes matices. Ese tema daría lugar a otro trabajo). Pablo sostiene que la justificación se obtiene por la fe y no por las obras; Santiago, en cambio, afirma que dicha justificación se obtiene por las obras y no por la fe solamente.

La doctrina paulina la encontramos expresada en primer lugar en Ga 2,15-21, donde el apóstol sintetiza su mensaje, cuyo epicentro es el siguiente:

“… conscientes de que el hombre no se justifica por las obras de la ley sino por la fe en Jesucristo, también nosotros hemos creído en Cristo Jesús a fin de conseguir la justificación por la fe en Cristo, y no por las obras de la ley, pues por las obras de la ley nadie será justificado.” (Ga 2,16)

La confirmación de esta doctrina la encontramos un poco más elaborada en Rm 3,21-31, expresada explícitamente de la siguiente forma:

“Porque pensamos que el hombre es justificado por la fe, independientemente de las obras de la ley.” (Rm 3,28)

Tanto en Gálatas como en Romanos, Pablo da un argumento bíblico del Antiguo Testamento que también va a entrar en contradicción con Santiago:

“Así, Abraham creyó en Dios y le fue reputado como justicia.” (Ga 3,6; Rm 4,3) (Cf. Gn 15,6)

En cuanto a la doctrina de Santiago, la perícopa central la encontramos en St 2,14-26, expresada fundamentalmente en los siguientes términos:

“¿De qué sirve, hermanos míos, que alguien diga: ‘Tengo fe’, si no tiene obras? ¿Acaso podrá salvarle la fe?” (2,14)

“Ya veis cómo el hombre es justificado por las obras y no por la fe solamente.” (2,24)

Santiago acude a la misma prueba bíblica veterotestamentaria de Pablo, pero con una interpretación diversa:

“Abraham nuestro padre ¿no alcanzó la justificación por las obras cuando ofreció a su hijo Isaac sobre el altar?” (2,21)

Para delimitar correctamente el problema es preciso que comparemos los textos y extraigamos los términos esenciales.

En primer lugar, en Ga 2,16 Pablo afirma que: el hombre no se justifica por las obras de la ley sino por la fe en Jesucristo. En Rm 3,28 dice que: el hombre es justificado por la fe, independientemente de las obras de la ley. Encontramos los siguientes términos:

Ø No
Ø Justificado
Ø Obras de la ley
Ø Sino
Ø Independientemente
Ø Fe en Jesucristo

La negación (No… Sino) y la palabra ‘independientemente’ (o ‘sin contar con’) indican que Pablo excluye totalmente las obras de la ley como fuente de justificación para el hombre. Pablo utiliza la palabra ‘obras’ acompañada de ‘ley’, es decir, se refiere siempre a las obras de la ley, al cumplimiento de los preceptos de la ley judía (Cf. Ga 3,12 versus Lv 18,5). Además, no se refiere a cualquier fe, y mucho menos a la fe israelita, sino explícitamente a la ‘fe’ en ‘Jesucristo’.

En segundo lugar, en 2,24 Santiago afirma: el hombre es justificado por las obras y no por la fe solamente. Encontramos los términos:

Ø Justificado
Ø Obras
Ø No
Ø Fe
Ø Solamente

La palabra ‘obras’ aparece sola, no como en Pablo acompañada de la palabra ‘ley’, lo cual indica por el contexto (Cf. St 2,14-26) que Santiago no se refiere al cumplimiento de la ley judía, sino a las obras de caridad que se desprenden de la fe. La palabra ‘fe’ es utilizada sin referencia explícita a Jesucristo. Sabemos por 2,19 que el texto entiende ‘fe’ en el sentido general de creer que hay un solo Dios. Por último, la combinación ‘no…solamente’, refiriéndose a la fe, no es excluyente como en Pablo, sino que incluye a la fe tanto como a las obras.

2. Contexto, destinatarios y propósito de las cartas

Si iniciáramos el análisis a partir del contexto y destinatarios de la Carta a los Romanos nos resultaría difícil comprender el porqué del lenguaje y doctrina de Pablo, ya que no está completamente claro qué y a quién tenía en mente el apóstol cuando escribió esta epístola, aunque se sabe que la envió a los cristianos de Roma. En realidad, parece que Pablo no conocía realmente la situación de la comunidad romana, aparte de que no fundó la iglesia en la capital del Imperio y nunca había estado allá antes del año 58, fecha probable de composición del escrito.

Los expertos coinciden en que lo más seguro es que Pablo tiene en mente los problemas de otras comunidades, conocidas por él, tales como Corinto, Galacia y la misma Jerusalén. Lo que hace es una especie de compendio de su “evangelio”, basado en su experiencia misionera, para adoctrinar a los cristianos de Roma. Es de suponer que muchos de aquellos conversos procedían de la gentilidad y, por lo tanto, no conocían las tradiciones judías, razón por la cual podrían ser víctimas de los judaizantes, como había sucedido en Galacia. De ahí que el apóstol incluyera dentro de ese compendio el tema central de la justificación por la fe y no por el cumplimiento de la ley judía.

En cambio, si iniciamos el análisis a partir del contexto de la Carta a los Gálatas, resulta más fácil la comprensión de la teología paulina sobre el particular, puesto que sabemos que este escrito es anterior a Romanos (54 a 57) y en él Pablo intenta dar respuesta a la “crisis” que se vive en aquella comunidad, a la que han llegado falsos doctores, tratando de desvirtuar la doctrina enseñada por el apóstol e imponer a los cristianos venidos del paganismo la ley judía, incluida la circuncisión. Es lógico, entonces, pensar que Pablo cuando sienta su doctrina sobre la fe y las obras tiene presentes a los cristianos judaizantes, llegados probablemente de las comunidades judeocristianas de Palestina, quienes creen firmemente en la justicia retributiva del Antiguo Testamento (“… tuyo, Señor, el amor; que tú pagas al hombre conforme a sus obras” Sal 62,13). Pablo pretende mostrarles que la salvación no es retributiva, sino gratuita, que se obtiene por la fe, es decir, por la perfecta adhesión a Cristo, el Señor, sin importar las obras de la ley.

Por su parte, Santiago dirige su carta a las doce tribus de la dispersión (Cf. 1,1). Con este lenguaje típicamente judío y con el contenido general de la carta, no es difícil darse cuenta de que el autor se dirige a comunidades cristianas procedentes del judaísmo. ¿Cuáles? No sabemos si tenía en mente algunas en particular, pero probablemente se trata de las diversas comunidades dispersas por el mundo grecorromano. Lo importante aquí es que nos encontramos ante el escrito neotestamentario más impregnado de judaísmo. El autor parece ser un sabio judeocristiano que apela constantemente a la literatura sapiencial del Antiguo Testamento y sitúa sus enseñanzas morales en un marco apocalíptico. Y es en esta perspectiva moral que hay que situar la doctrina de Santiago: una fe que no se expresa en obras concretas de amor al prójimo es una fe estéril, está muerta, no salva. En definitiva, son las obras las que evidencian una fe auténtica, una religión verdadera (Cf. 1,27). No hay claridad sobre la fecha de composición de este escrito, toda vez que la misma depende del autor , tema sobre el cual no hay consenso; según los especialistas, parece que se trata de un caso de pseudonimia y habría que datar la carta alrededor del año 70; en todo caso es bastante probable que sea posterior a Gálatas y Romanos.

3. Ejes teológicos

Como se observa, hay una gran diferencia entre las comunidades a las que se dirigen Pablo y Santiago y, por lo tanto, en el propósito que persiguen los dos autores con sus respectivas cartas. Esto nos proporciona algunos elementos para entender el porqué de la aparente oposición entre los dos, pero todavía hay que estudiar los términos concretos y los ejes teológicos de los que se ocupan.

La ley

Decíamos en el planteamiento del problema que en Pablo la palabra ‘obras’ está acompañada de ‘ley’, es decir, que el apóstol se refiere a las ‘obras de la ley’. En la antigüedad la ley fue revelada al pueblo judío por medio de Moisés, pero esta ley es imperfecta, porque muestra lo que hay que hacer pero no da la gracia del Espíritu para cumplirlo. Su función es denunciar y manifestar el pecado, pero no quitarlo (Cf. Rm 7). El mismo San Pablo lo expresa claramente en el texto citado antes: “..., ya que nadie será justificado ante él por las obras de la ley, pues la ley no da sino el conocimiento del pecado” (Rm 3,20). Como se deduce de aquí, el apóstol se está refiriendo a aquellas obras que los judíos realizaban simplemente para cumplir la Ley de Moisés; pero deja ver cómo esta ley, una vez incumplida, no tiene en sí misma la posibilidad de borrar el pecado, sino tan solo de hacerlo visible.

Llega entonces la Nueva Ley, la ley evangélica, Cristo Jesús, que es la perfección de la ley divina, natural y revelada. “Concertaré con la casa del Señor una alianza nueva, pondré mis leyes en su mente, en sus corazones las grabaré” (Hb 8,8-10); o, en las palabras del propio Jesús: “No penséis que he venido a abolir la Ley, sino a dar cumplimiento” (Mt 5,17). La ley nueva es la gracia del Espíritu Santo dada a los fieles mediante la fe en Cristo Jesús. Por eso Pablo al referirse a la ‘fe’ es explícito en afirmar que se trata de la fe en ‘Jesucristo’.

Lo importante de la nueva ley es que da cumplimiento a las promesas divinas, ordenándolas al Reino de los Cielos, esto es, a la restauración del hombre en su condición original de criatura inmortal, pero respetando su libertad. De aquí parte la exhortación de Santiago:

“Porque si alguno se contenta con oír la palabra sin ponerla por obra, ése se parece al que contemplaba sus rasgos fisonómicos en un espejo: efectivamente se contempló, se dio media vuelta y al punto se olvidó de cómo era. En cambio, el que considera atentamente la Ley Perfecta de la Libertad y se mantiene firme, no como oyente olvidadizo, sino como cumplidor de ella, ése, practicándola será feliz” (St 1,24-25).

Y afirma luego: “Hablad y obrad tal como corresponde a los que han de ser juzgados por la ley de la libertad” (St 2,12). Como se deduce de aquí, el apóstol se está refiriendo a aquellas obras que nacen de la caridad, caridad que a su vez es fruto de la ‘fe’. Nos encontramos con un problema, porque Santiago no menciona explícitamente que se trata de la fe en Jesucristo. Sin embargo, por el pre-texto de esta perícopa es evidente que es a esa fe a la que se refiere. En efecto, en 2,1 dice: “Hermanos míos, no mezcléis con la acepción de personas la fe que tenéis en nuestro Señor Jesucristo glorificado”. Aquí está haciendo alusión a Dt 1,17, donde se utiliza la misma expresión referida al único Dios, objeto de la fe de Israel: “No hagáis en el juicio acepción de personas, …, pues la sentencia es de Dios”.

La Gracia

En la teología paulina es evidente que nuestra justificación es obra de la gracia de Dios. La gracia es el favor, el auxilio gratuito que Dios nos da para responder a su llamada: llegar a ser hijos de Dios, partícipes de la vida eterna. Ahora bien, la gracia es sobrenatural, escapa a nuestra experiencia y solo puede ser conocida por la fe (Cf. Rm 3,24-25). Por tanto, no podemos fundarnos en nuestras obras para deducir que estamos justificados y salvados. Sin embargo, afirma el Señor: “por sus frutos los conoceréis” (Mt 7,20). Luego las obras no son causa, sino signo visible de que la gracia santificante está obrando en nosotros. En este contexto se entienden mejor las palabras de Santiago: “Y al contrario, alguno podrá decir: “¿Tú tienes fe? Pues yo tengo obras. Muéstrame tu fe sin obras y yo te mostraré por las obras mi fe” (St 2,18).

La primera obra del Espíritu Santo es la conversión, que obra la justificación (Cf. Mt 4,17). La justificación entraña, por tanto, el perdón de los pecados, la santificación y la renovación del hombre interior. Una vez santificados, el Espíritu nos comunica las virtudes teologales de la fe, la esperanza y el amor; y es precisamente ese amor, obtenido por la fe, el que nos mueve a obrar, pero ya no por cumplir un precepto, sino por misericordia y en libertad.

Libertad y caridad

He aquí el entronque entre los dos apóstoles: la ley, la libertad y el amor.

“Porque siendo de Cristo Jesús ni la circuncisión ni la incircuncisión tienen eficacia, sino la fe que actúa por la caridad” (Ga 5,6). Este solo texto basta para probar que la fe a la que se refiere Pablo no es esa fe pasiva y puramente interior que defiende la teología protestante, sino una fe operante que implica compromiso eclesial. Pablo excluye las obras de la ley como fuente de justificación, pero incluye las obras de caridad que se derivan de la fe en Jesucristo. En esa misma línea van las palabras de Santiago: “¿De qué sirve, hermanos míos, que alguien diga: ‘Tengo fe’, si no tiene obras? ¿Acaso podrá salvarle la fe? Si un hermano o una hermana están desnudos y carecen del sustento diario, y alguno de vosotros les dice: ‘Id en paz, calentaos y hartaos’, pero no le dais lo necesario para el cuerpo, ¿de qué sirve? Así también la fe, si no tiene obras, está realmente muerta” (St 2,14-17). También Santiago se refiere a una fe operante, activa, no a una fe muerta, estéril, a una fe que incluye las obras de caridad, o mejor, a unas obras de caridad que reflejan una auténtica fe.

Según la teología paulina la antigua ley es una ley de esclavitud que tuvo una función pedagógica para darnos el conocimiento del pecado, pero, al llegar la plenitud de los tiempos envió Dios a su Hijo para liberarnos del régimen de la ley y darnos la condición de hijos (Cf. Ga 4,3-6). Esto no significa que Pablo desprecie la ley judía – él mismo es judío –, sino que le da su justo valor; y ese valor consiste no simplemente en escucharla, sin en cumplirla, “... que no son justos delante de Dios los que oyen la ley, sino los que la cumplen: ésos serán justificados” (Rm 2,13). La justificación a la que se refiere en este pasaje no podemos equipararla con la salvación obtenida por Cristo, sino como ‘hacerse justo’ delante de Dios conforme al Antiguo Testamento. En esto encontramos una gran coincidencia entre los dos autores: lo que Pablo afirma con respecto a la ley de esclavitud (la del Antiguo Testamento), Santiago lo dice respecto de la nueva ley, la ley de libertad: “En cambio, el que considera atentamente la ley perfecta de la libertad y se mantiene firme, no como oyente olvidadizo sino como cumplidor de ella, ése, practicándola, será feliz” (St 1,25).

Finalmente, el amor es el centro gravitacional en el que confluyen los dos textos. Lo que afirma Santiago respecto de las obras apunta siempre hacia la caridad cristiana: “Si un hermano o una hermana están desnudos…” (2,15); “La religión pura e intachable ante Dios Padre es ésta: visitar huérfanos y viudas en su tribulación…” (1,27). Santiago le habla a unas comunidades que recibieron la fe, pero no llevan una moral conforme a la misma; recibieron el evangelio, pero siguen pegadas a las prescripciones de la antigua ley y a un cumplimiento puramente externo y ritual. Pablo no está lejos de esa misma intención cuando exhorta a los romanos a ofrecerse a Dios como sacrificio vivo y santo, y a renovar su mente para distinguir lo que agrada a Dios, lo bueno, lo perfecto (Cf. Rm 12,1-2); pero, sobre todo, cuando dice explícitamente que “… siendo de Cristo Jesús ni la circuncisión ni la incircuncisión tienen eficacia, sino la fe que actúa por la caridad” (Ga 5,6). Nos encontramos ante un Pablo que entra también en el terreno de la moral, y allí se encuentra necesariamente con Santiago. Habla de una fe viva, operante, eficaz (ejnergoumevnh); esta palabra se refiere a una fe que actúa con poder. Pablo le habla a una comunidad hostigada por los judaizantes, que pretenden imponer las prácticas judías (incluida la circuncisión) a los cristianos venidos del paganismo; su mensaje es claro: sólo la fe salva, pero una fe expresada en obras de caridad.

El argumento bíblico

A pesar de lo anterior, hay una cosa que todavía llama la atención: la abierta oposición que se descubre entre los dos apóstoles en cuanto al argumento bíblico que utilizan para apoyar su doctrina. Ambos acuden a la figura de Abraham. Para evitar equívocos partamos del texto veterotestamentario: “Y creyó en él (en Abraham) Yahvé, el cual se lo reputó por justicia” (Gn 15,6). Este verso forma parte de la perícopa Gn 15,1-21, en la que Yahvé le habla en visión a Abraham y le promete una gran descendencia. Nos encontramos ante un relato yahvista que está en la línea de la teología de la promesa, según la cual Dios es capaz de llevar a cabo a favor de su pueblo aquello que es humanamente irrealizable; el justo es aquel que somete su juicio a la voluntad de Dios y confía plenamente en la promesa. En eso consiste la fe.

Pablo acude a este pasaje para demostrar que lo que justificó al patriarca no fueron las obras de la Ley, es decir, el cumplimiento externo de los mandatos de Yahvé, sino la fe de Abraham en el cumplimiento de la promesa (Cf. Ga 3,6; Rm 4,3). Su argumento principal es que Abraham recibió la justificación antes de ser circunciso; recibió la señal de la circuncisión como un sello de la justicia que ya había alcanzado por la fe; luego no fueron las obras de la Ley las que le concedieron la justificación, sino la fe que poseía siendo incircunciso (Cf. Rm 4,9-11). El apóstol enseña que la plenitud de la promesa se encuentra en Jesucristo y alcanza a todo hombre que, una vez justificado por la fe, alcanza la gracia de la salvación (Cf. Rm 5,1-2).

Santiago acude al mismo texto, pero lo refuerza con Gn 22,9-10 para hacer énfasis en una obra concreta: el sacrificio de Isaac. Éste es probablemente un relato de tradición elohísta que pretende condenar la práctica ritual del sacrificio de niños (Cf. Lv 18,21) propia de los pueblos cananeos, la cual pudo haber sido acogida en el principio por los israelitas. La obra que resalta Santiago no es la práctica ritual en sí misma del sacrificio que hace Abraham de su propio hijo por mandato de Dios, sino el hecho de que Abraham acepta siempre la voluntad de Yahvé por la fe en la promesa. La verdadera fe es aquella que se prueba con obras. De hecho, abandonar el cuchillo en el momento definitivo del sacrificio significaba romper con un rito que formaba parte de la tradición, por la fe en la promesa. Para Santiago las obras no son sustitutas de la fe, sino cooperadoras suyas, las que le dan la perfección. Esta perfección no la concede la Ley por razón de su ineficacia e inutilidad, así como tampoco concede la perfección del sacerdocio, según vemos en Hb 7,18-19.

En suma, una vez más los dos autores se encuentran hablando en registros diferentes, pero complementarios, lo cual los lleva a hacer una lectura diferente del mismo texto bíblico para demostrar tesis aparentemente opuestas. Sin embargo, hay que admitir que en este caso concreto la contradicción no es fácil de rebatir y siempre queda un margen para la duda.

Conclusión

Teniendo en cuenta los elementos analizados, tenemos que decir que no hay tal contradicción ni diferencia esencial de criterios entre Pablo y Santiago. Sencillamente, los contextos, los autores, los propósitos y los destinatarios de las epístolas son diferentes, pero el contenido del mensaje en el fondo es el mismo: la justificación obra por la fe en Cristo, fe que, si es cierta, debe traducirse en obras de caridad. Pablo, en su lucha contra los judaizantes, relativiza las obras de la ley en orden a la salvación, pero nunca niega – más bien afirma – que la fe debe ser operante, que actúa por la caridad (Cf. Ga 5,6). Santiago, con propósitos específicamente morales, exhorta a las comunidades cristianas a vivir una fe perfecta, es decir, expresada en obras concretas de amor al prójimo. Las aparentes contradicciones aparecen en el lenguaje y la argumentación bíblica, producto del contexto, destinatarios y propósito de los escritos.

Es posible que las comunidades a las que se dirige Santiago hubieran conocido los escritos de Pablo y los hubieran malinterpretado, como los malinterpreta la hermenéutica protestante; por eso Santiago se ve en la necesidad de enfatizar la importancia de una fe operante. Lo verdaderamente relevante es tener claro que Santiago no establece en su discurso un diálogo con Pablo, sino con gente que quiere escudarse en los conceptos paulinos para evadir el compromiso de la fe.

Esta situación la podemos verificar aún hoy en medio de nuestras comunidades. Encontramos “contemplativos” de tiempo completo; no me refiero a monjas o monjes de clausura, pues la teología espiritual nos enseña que la oración es una forma eficaz de apostolado, sino a quienes se refugian en los conventos para evadir su responsabilidad con los más necesitados. Encontramos “activistas”, que se sumergen totalmente en el trabajo pastoral hasta el punto de perder contacto con Dios en la oración; se convierten en agentes sociales muy valiosos, pero no en testigos del evangelio. Encontramos también “legalistas”, que cumplen todos los preceptos canónicos y litúrgicos, pero están muy lejos de la caridad cristiana. En fin, todos corremos el riesgo de convertir la religión cristiana en una caricatura, si no bebemos tanto de Pablo como de Santiago la esencia del mensaje evangélico: Cristo vino no para abolir la Ley, sino para darle perfección (Cf. Mt 5,17).


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Bibliografía

Nueva Biblia de Jerusalén. Desclée de Brouwer, Bilbao, 1998.
BECQUET, Gilles y otros. La carta de Santiago. Lectura socio-lingüística. Cuadernos bíblicos No. 61. Verbo Divino, Estella, (1989)2.
FERNÁNDEZ RAMOS, Felipe. Diccionario de San Pablo. Monte Carmelo, Burgos, 1999.
GUIJARRO, Santiago y SALVADOR, Miguel (Editores). Comentario al Nuevo Testamento. La Casa de la Biblia. PPC, Madrid, (1995)6.
LEVORATTI, Armando (Director). Comentario Bíblico Latinoamericano. Nuevo Testamento. Verbo Divino, Estella, 2003.

martes, octubre 03, 2006

El compromiso político de los cristianos en Colombia


Introducción
La realidad colombiana actual, marcada por un acelerado proceso de secularización y laicización, pone a los cristianos, y particularmente a los católicos, ante una situación que, con mayor o menor intensidad, se vive en el resto de Latinoamérica y se ha experimentado en Europa desde hace varias décadas: el “arrinconamiento” de la fe y los principios cristianos al ámbito de lo privado. Desde que la Iglesia dejó de ser el poder dentro de las estructuras de gobierno, con el advenimiento del liberalismo en el siglo XIX y su consolidación a lo largo del siglo XX, su influencia en la esfera pública comenzó a debilitarse y, con ello, su capacidad de permear la sociedad con los valores del evangelio. Esta situación la hemos vivido en carne propia los colombianos a partir de la Constitución Política de 1991, la cual consagró la libertad de cultos y declaró al Estado como laico.

Desde entonces, la Iglesia Católica perdió muchas de sus prerrogativas y se hizo patente la separación de poderes entre la Iglesia y el Estado. Los efectos de este nuevo escenario los estamos empezando a sentir con fuerza en la actualidad, pues el país está entrando aprisa en la senda de la secularización, se están imponiendo los principios liberales de las sociedades modernas y se están aprobando leyes que atentan contra valores fundamentales de la persona humana, los cuales, aunque no son patrimonio exclusivo de la verdad revelada, pues muchos de ellos pertenecen a la razón natural, tenían en la Iglesia un dique capaz de contener el empuje de las libertades individuales al margen de Dios. En la página anterior aparece una breve selección de noticias recientes que reflejan el debate que se ha abierto sobre la conveniencia o no de que la Iglesia intervenga en el ejercicio de la política en orden al bien común de la población colombiana. Sabemos que éste es uno de los principios fundamentales de la doctrina social de la Iglesia.

Por eso he querido dedicar este trabajo a profundizar un poco sobre el papel que la Iglesia (particularmente la católica) y los cristianos en general pueden y deben desempeñar en el contexto actual, con el fin de continuar siendo fieles a la misión que Jesucristo nos encomendó, especialmente en lo relativo a la promoción de la justicia social, sin desconocer la autonomía de las instituciones temporales en un país democrático y constitucional. Para ello voy a tomar como base la Nota Doctrinal sobre algunas cuestiones relativas al compromiso y la conducta de los católicos en la vida política, emanada de la Congregación para la Doctrina de la Fe, el 24 de noviembre de 2002. Igualmente, como fuente remota tomaré la constitución pastoral Gaudium et Spes del Concilio Vaticano II. Esto lo contrastaré con algunas opiniones del ámbito periodístico y la reflexión teológica de los últimos años, con miras a hacer mi propia síntesis, la cual expresaré en las conclusiones.

El liberalismo: base del proceso secularizador
Dar una definición de liberalismo no es sencillo puesto que se trata de un tema bastante complejo, pero en aras de la simplificación podemos afirmar que se trata de:

“Una ideología (o una corriente que agrupa ideologías distintas) basada en la primacía del individuo sobre el colectivo y, por tanto, en el obligatorio reconocimiento de las libertades individuales como inalienables. Esas libertades incluyen la de pensamiento, expresión y religión pero también las económicas, bajo la base de la libre disposición de la propiedad legítimamente adquirida”[1].

El liberalismo no es otra cosa que llevar a la práctica en el gobierno de las sociedades y el ejercicio de la vida pública los presupuestos de las corrientes filosóficas que se originaron en la época renacentista y se incubaron en el seno de la modernidad, tales como el humanismo, el racionalismo, el materialismo, el naturalismo y el positivismo. Estas doctrinas confluyeron ideológicamente en lo que se conoció como el Siglo de las Luces o la Ilustración en Europa, que en la práctica dieron lugar a los movimientos revolucionarios que cambiaron el orden mundial a partir de la Revolución Francesa en 1789.

Lo anterior se opone a las categorías filosóficas y teológicas que dirigieron el pensamiento de la humanidad durante la Edad Media. Ya no hay lugar para Dios, lo sobrenatural, lo espiritual, la fe. Se dio un giro copernicano que destronó a Dios y puso al hombre y su razón en el centro del devenir histórico. La Iglesia pasó a ser el “dinosaurio” que representa todo lo caduco, lo anticuado, lo retrógrado, una pieza de museo que guarda los recuerdos de un modelo antropológico en extinción. Esto lo afirmamos desde la perspectiva del nuevo hombre, el hombre emancipado de las ataduras de la fe, de los reatos de conciencia, de la autoridad eclesiástica, del pecado; el hombre gobernado por la razón y la materia; en una palabra, el hombre “libre”.

No es difícil darse cuenta del lugar que escogió o tuvo que escoger la Iglesia católica para hacer frente a la modernidad. Es evidente que los postulados liberales chocaban abiertamente con los principios y valores cristianos que la Iglesia había defendido por siglos, por lo menos en la manera en que la Iglesia los entendía y aplicaba. Lo mismo pensaban los liberales, embelesados con los vientos de renovación que se veían venir; “les parecía que república e Iglesia romana no cabían en el mismo lugar y que los principios republicanos, como se entendían entonces, se hallaban en contradicción con los principios católicos contrarios a interpretaciones totalizantes del concepto de libertad”[2].

La secularización hoy
La secularización es, en pocas palabras, el proceso de la salida de la religión del ámbito público. Se pretende “purificar” de toda manifestación religiosa la expresión del hombre en sociedad y, sobre todo, en los órganos de poder; quitar a Dios de en medio, porque la ética civil es una ética de mínimos, una ética de acuerdos de convivencia, mientras que la religión – particularmente el cristianismo – exige una moral de máximos, una moral de perfección; no se le puede exigir al conglomerado que viva según una moral máxima impuesta por un Dios en el que no todos creen, por lo menos no de la misma forma.

No se debe confundir la secularización con el secularismo. Éste último implica un rechazo total de lo sagrado, un desprecio extremo por la creencia religiosa; casi roza con el ateísmo; en cambio, la secularización se limita a desplazar lo religioso a la esfera de la intimidad. Es la reacción del pensamiento liberal contra la cosmovisión de la Edad Media, que quiso “angelizar” el mundo, despojándolo de su valor temporal y aspirando sólo a las cosas de arriba. Con ello se le quitó en gran medida el valor a la participación en política. Hay que recordar que se trataba entonces de regímenes totalitarios y monárquicos en los que la intervención popular era casi nula. La perspectiva católica cambió radicalmente con el concilio Vaticano II , el cual reconoció la autonomía del mundo:

“Muchos de nuestros contemporáneos parecen temer que, por una excesivamente estrecha vinculación entre la actividad humana y la religión, sufra trabas la autonomía del hombre, de la sociedad o de la ciencia… Si por autonomía de la realidad se quiere decir que las cosas creadas y la sociedad misma gozan de propias leyes y valores, que el hombre ha de descubrir, emplear y ordenar poco a poco, es absolutamente legítima esta exigencia de autonomía”[3].

Este cambio de perspectiva se ve reflejado en la praxis política de los países, y Colombia no es la excepción. Anteriormente se pretendía que las constituciones de los estados reconocieran y protegieran la primacía de la religión católica; tal es el caso de la Constitución Política de Colombia de 1886, que reza en el artículo 38: “La Religión Católica, Apostólica, Romana, es la de la Nación; los Poderes públicos la protegerán y harán que sea respetada como esencial elemento del orden social. Se entiende que la Iglesia Católica no es ni será oficial, y conservará su independencia”. Con el advenimiento de la nueva constitución no se sacó a Dios de la Carta Magna, como afirman algunos sin suficiente fundamento, sino a la religión católica, pues se proclamó la libertad de cultos[4]. De hecho, el preámbulo de la Constitución de 1991 reza así: “El pueblo de Colombia, en ejercicio de su poder soberano, representado por sus delegatarios a la Asamblea Nacional Constituyente, invocando la protección de Dios, y con el fin de fortalecer la unidad de la Nación y asegurar a sus integrantes la vida, la convivencia, el trabajo, la justicia, …”

Consecuencias para la búsqueda del bien común

Es claro que la búsqueda del bien común, y de la justicia social en general, es responsabilidad de todos los miembros de la sociedad, pero también es cierto que el primer responsable es el Estado. La Iglesia no puede sustituirlo, pero tampoco puede ni debe quedarse al margen en la lucha por la justicia, sino que debe insertarse en ella a través de la argumentación racional para despertar las fuerzas espirituales, sin las cuales la justicia, que siempre exige también renuncias, no puede afirmarse ni prosperar[5]. Vemos cómo durante los últimos años la secularización en nuestro país ha conducido a un relativismo cultural, que se hace visible en el surgimiento de una especie de pluralismo ético, que se opone a la razón y la ley moral natural, como condición de posibilidad de la democracia. Como si la pluralidad fuera sinónimo de sincretismo o anarquía moral, y la democracia un dejar que cada uno haga lo que quiera y opine como quiera.

Esta situación se patentiza en cosas como las siguientes: los ciudadanos reivindican completa autonomía moral; los legisladores formulan leyes condescendientes con dicha autonomía moral, pensando que con ello están respetando la libertad de las personas; se impone el sofisma de la tolerancia; los católicos tienen que renunciar a contribuir a la vida política en función de su concepción de la persona y del bien. Según esto, en mis propias palabras, el católico debe ser un tonto que, en nombre de la caridad y la paz, deje que cada uno haga lo que quiera según le parezca. Eso está lejos de ser una moral cristiana auténtica.

Pero, ¿en qué consiste tal relativismo cultural y pluralismo ético? La Nota afirma que consiste en que: “todas las concepciones sobre el bien del hombre son igualmente verdaderas y tienen el mismo valor”[6]. Evidentemente esto va contra los principios de la razón natural y del orden moral que defiende la Iglesia, según los cuales la libertad política debe estar basada en la búsqueda del bien común en un contexto histórico, geográfico y cultural bien definido.

De ahí que la Iglesia tenga el derecho y el deber de denunciar los comportamientos sociales y las iniciativas legislativas que menoscaben estos principios en favor de intereses particulares o visiones subjetivas de las realidades temporales. El verdadero pluralismo no consiste, entonces, en la multiplicidad de alternativas morales individualistas, sino en el carácter contingente de ciertas opciones sociales, la pluralidad de estrategias para garantizar un mismo valor moral fundamental, la diferente interpretación de algunos principios básicos de la teoría política y la complejidad técnica de una buena parte de los problemas políticos[7].

También cabe mencionar que el tema de la participación de la Iglesia en política se desvió durante mucho tiempo, incluso hasta el Vaticano II, confundiéndolo con ideología partidista. En Colombia, por ejemplo, muy pronto se identificó a la Iglesia Católica con el partido conservador, en tanto que el partido liberal adquirió la condición de anticlerical. Así pues, se produjo un divorcio entre la religión y la política, y toda intervención del clero en asuntos de interés social, especialmente en épocas electorales, fue considerada como “indebida intervención del clero en política”[8]. Obviamente, esta situación respondió a una equivocada comprensión de la política, por una parte, y al clericalismo exagerado de la Iglesia, por otra. Cuando los curas intervienen en política se produce la sensación de que están fuera de su terreno; en cambio, cuando lo hacen los laicos se ve como algo normal. Pero unos y otros son católicos. Lo que sucede es que la gente identifica Iglesia con curas y monjas. De ahí que resulte de gran beneficio para la participación de la Iglesia en la vida pública el compromiso de los laicos.

Dimensiones de la participación política de los cristianos

Ahora bien, la participación de los cristianos en la vida pública de la nación tiene múltiples facetas que hasta ahora no han sido bien complementadas. Esta participación se puede dar a nivel de la Iglesia como institución; a nivel de la jerarquía eclesiástica dentro de las competencias de su jurisdicción; a nivel de las asociaciones de fieles laicos; y a nivel del ciudadano común y corriente. A nivel institucional, la intervención de la Iglesia en una sociedad secularizada debe partir de una nueva comprensión de la fe: “creer no es afirmar dogmas incomprensibles, sino descubrir en cada circunstancia cultural y momento histórico el sentido definitivo y trascendente del mundo, de la vida, de las personas y de sus relaciones”[9].

Para ir a un caso concreto, se ha abierto un debate en Colombia, por la presión que ha ejercido la Iglesia contra las disposiciones de la Corte Constitucional sobre despenalización del aborto en algunos casos. Algunos han afirmado que “el debate sobre la objeción de conciencia, encendido por la sentencia del aborto, demuestra que la separación de la Iglesia y el Estado todavía es una ficción”[10]. En ámbitos periodísticos se tiende a reducir el problema a una cuestión de salud pública y se le niega a la Iglesia el derecho que le corresponde de expresar sus opiniones y utilizar todos los medios legales a su alcance para defender los valores fundamentales de la persona humana. Pero también es cierto que la Iglesia a veces ha errado el camino: ya no es tiempo de maximalismos ni fundamentalismos; no es lanzando anatemas o excomuniones como los cristianos vamos a ejercer nuestra influencia sobre la sociedad. Bien lo expresa Manemann[11] cuando dice que los cristianos deben decidir si consideran que la tarea de la religión es ayudar a las personas para que funcionen mejor dentro del sistema actual, o someter a discusión aquello en lo que no están de acuerdo con este sistema y crear un ámbito para que emerjan las opiniones críticas y discrepantes.

En éste y en todos los demás casos de colisión entre la autoridad eclesiástica y las instituciones gubernamentales, debemos tener presente siempre que laicidad significa “autonomía de la esfera civil y política de la esfera religiosa y eclesiástica – nunca de la esfera moral”[12]. Esta distinción me parece fundamental para una adecuada comprensión de la laicidad. Con frecuencia solemos asociar moral con religión y llegamos a pensar que la erradicación de lo religioso (especialmente de la vida pública) implica la desaparición o desvalorización de los valores morales que la religión “impone”. No nos damos cuenta de que la moral es connatural al ser humano y forma parte de su razón natural, independientemente de la confesionalidad. La Iglesia sale al paso de este error y pone las cosas en su punto. La laicidad se caracteriza por la independencia de las potestades civil y eclesiástica en el gobierno de los pueblos, pero no se puede pretender, en nombre del laicismo, erradicar la moral, creyendo que con esto se erradica a Dios y se hace más libre al ser humano.

En cuanto a la participación en política de los cristianos laicos, bien sea como ciudadanos individualmente considerados, bien como miembros de asociaciones públicas o privadas, ellos tienen tanto o más derecho que la Iglesia como institución, pues son miembros del cuerpo social y están cobijados por los mismos derechos que el resto de los ciudadanos. El problema se presenta cuando ejercen cargos públicos, pues no tardarán en producirse choques entre sus principios de conciencia y sus responsabilidades de derecho. Esto lo advierte Durán Casas, citando a Weber, al decir que:

“… el político oscila siempre entre la ética de sus convicciones y la ética de sus responsabilidades, esto es, entre lo que crea él que debe hacer o dejar de hacer para obrar correctamente desde el punto de vista de sus convicciones morales, y lo que crea él que debe hacer u omitir para obrar correcta y responsablemente de cara a un proyecto político, a un electorado o a un país”[13].

Sin embargo, la participación política de los cristianos no se debe limitar al ejercicio de cargos de poder o de representatividad popular, como el ejecutivo o el legislativo. También se puede ejercer influencia, y con mayor libertad, desde la sociedad civil y la actividad cotidiana; en este sentido no parece haber mucha claridad entre nuestros fieles. Ante las vicisitudes de la historia moderna no es tan evidente la relación entre fe y política, pero si se entiende la política en su sentido amplio de búsqueda del bien común, el cristiano tiene un testimonio grande para dar, desde la espiritualidad del buen samaritano[14]: actitud solidaria ante los que caen en desgracia, aportes para la seguridad de otros en el camino de la vida, asistencia médica, educación de los desfavorecidos, denuncia de las injusticias. Todas éstas son tareas propias de la política, y quien trabaja en ellas está ayudando a otros seres humanos, mejorando su vida y sus posibilidades de humanización[15].

Ante estas formas de participación siempre hay quienes salen a decir en los medios de comunicación que la Iglesia, y los cristianos en general, deben limitarse a rezar y hacer su culto de manera privada, sin intentar impregnar las estructuras sociales con valores que no son comunes a toda la sociedad. Sobre esto ya está claro que los valores que predica la Iglesia no son exclusividad suya, sino patrimonio de toda la humanidad. En cuanto a su participación en política, Moltmann sostiene que si bien es cierto que hay teólogos carentes de conciencia política, en el fondo no hay teólogos apolíticos. “Las Iglesias y los teólogos que se declaran apolíticos, en realidad colaboran siempre con el poder establecido y, por lo general, entablan siempre alianzas conservadoras”[16]. Declararse apolíticos sería el peor camino para los cristianos, pues toda neutralidad se convierte en complicidad con aquellos que ostentan el poder. Cuando uno se abstiene de votar, por ejemplo, no hace otra cosa que aceptar pasivamente la elección de otros.

Conclusión

Ante los argumentos de una y otra parte, se pone de manifiesto una vez más un tema que ya en san Agustín ocupaba un lugar importante: no pueden existir dos historias paralelas: la historia profana y la historia sagrada; no existe oposición entre la ciudad terrena y la ciudad de Dios: las dos coexisten, se pueden distinguir, pero no se pueden separar; es necesario que caminen juntas hasta la plenitud de los tiempos, cuando serán finalmente separadas y recibirá cada una su destino[17]. Ésta es, a mi modo de ver, la clave de comprensión sobre la secularización y laicización: la perfecta distinción, sin intento de separación, entre las dos ciudades en el camino de la historia.

Hasta aquí hemos utilizado casi indistintamente los términos secularización y laicización. Sin embargo, vale la pena aclarar que aunque significan prácticamente lo mismo, el primero se utiliza en un sentido más amplio para referirse al ámbito de lo cultural, mientras el segundo se utiliza preferentemente para hacer referencia al gobierno de los pueblos.

En el plano de la cultura y el ejercicio de la actividad humana en general, una auténtica secularización consiste en distinguir el nivel intramundano del nivel trascendente de la persona humana, que sigue siendo una, aunque con dos dimensiones. En el plano del gobierno de los pueblos y el ejercicio de la política, una auténtica laicización consiste en distinguir el poder civil del religioso en la búsqueda del bien común, sin sacrificar en ningún momento los valores morales connaturales a la persona humana.

Creo que en este sentido están puestas las palabras de los apóstoles Pedro y Pablo[18] cuando invitan a sus comunidades a someterse a las autoridades legítimamente constituidas, pues no hay autoridad que no provenga de Dios. El mismo Señor Jesús puso los fundamentos para una sociedad en la que el amor a Dios y la obediencia a sus mandatos no fuera incompatible con la debida obediencia y colaboración con las autoridades civiles: “A Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César”[19].

Al final de cuentas, en una sociedad democrática, pluralista y secularizada, los cristianos no debemos tener miedo de intervenir en política por todos los medios legítimos; pero ello debe partir de una clara y bien formada conciencia política, libre de mitologías y purificada de una religiosidad popular exacerbada por la nostalgia del antiguo régimen de cristiandad. En esto, nuestros pastores tienen un papel muy importante que cumplir: no es ya con procesiones del Divino Niño (sin negar la importancia de este tipo de manifestaciones para alimentar la piedad de los creyentes), ni con excomuniones públicas, ni con propuestas de referendo que vamos a convencer a los órganos del Estado de la necesidad de abolir el aborto, por ejemplo, sino con la formación de las conciencias de nuestros fieles (muchos de ellos en cargos de poder) y con propuestas audaces en los ámbitos de la academia, las organizaciones no gubernamentales, las asociaciones de fieles, las instancias legislativas, etc., pues como dice Gauchet, el cristianismo no debe ser víctima, sino promotor del “desencantamiento del mundo”, entendiendo “desencantamiento”, como lo entiende Weber, en el sentido de “eliminación de la magia como técnica de salvación”[20].

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[1] Http://es.wikipedia.org/wiki/Liberalismo. Consultado el 22 de septiembre de 2006.
[2] CÁRDENAS, Eduardo. América Latina: La Iglesia en el siglo liberal. CEJA, Bogotá, 1996, p. 38.
[3] Gaudium et Spes, 36.
[4] Cf. Constitución Política de Colombia, artículo 19.
[5] Cf. Deus Caritas Est, 28.
[6] CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE. Nota Doctrinal sobre algunas cuestiones relativas al compromiso y la conducta de los católicos en la vida política, 3.
[7] Cf. Ibid, 4.
[8] Cf. CÁRDENAS, Op. Cit., p. 45.
[9] PLACER UGARTE, Félix. Secularización e Iglesia. En: 10 Palabras clave sobre secularización. Verbo Divino, Estella, 2002, p. 187.
[10] ECHEVERRY, Adriana. Un asunto del alma. En: Semana, No. 1271, septiembre 11 a 18 de 2006, p.72.
[11] Cf. MANEMANN, Jüergen. La permanencia de lo teológico-político. Oportunidades y peligros para el cristianismo en la actual crisis de la democracia. En: Concilium, No. 311. Verbo Divino, Estella, junio 2005, p. 54.
[12] Gaudium et Spes, 76.
[13] DURÁN CASAS, Vicente. Ética de la participación y acción política. En: Theologica Xaveriana, No. 119. PUJ, Bogotá, julio-septiembre de 1996, p.279.
[14] Cf. Lc 10,6.
[15] Cf. MARDONES, José María. Recuperar la justicia. Religión y política en una sociedad laica. Verbo Divino, Estella, 2005, p. 67.
[16] MOLTMANN, Jürgen. La justicia crea futuro. Política de paz y ética de la creación en un mundo amenazado. Sal Terrae, Santander, 1992, p. 45.
[17] Cf. AGUSTÍN, San. Ciudad de Dios 18,54,10. Tomo XVIII. BAC, Madrid (1978)3, p. 540.

[18] Cf. Rm 13,1-7; 1Pe 2,13-17.
[19] Cf. Mt 22,21.
[20] Cf. GAUCHET, Marcel. El desencantamiento del mundo. Una historia política de la religión. Trotta, Granada, 2005, p. 9.