martes, octubre 03, 2006

El compromiso político de los cristianos en Colombia


Introducción
La realidad colombiana actual, marcada por un acelerado proceso de secularización y laicización, pone a los cristianos, y particularmente a los católicos, ante una situación que, con mayor o menor intensidad, se vive en el resto de Latinoamérica y se ha experimentado en Europa desde hace varias décadas: el “arrinconamiento” de la fe y los principios cristianos al ámbito de lo privado. Desde que la Iglesia dejó de ser el poder dentro de las estructuras de gobierno, con el advenimiento del liberalismo en el siglo XIX y su consolidación a lo largo del siglo XX, su influencia en la esfera pública comenzó a debilitarse y, con ello, su capacidad de permear la sociedad con los valores del evangelio. Esta situación la hemos vivido en carne propia los colombianos a partir de la Constitución Política de 1991, la cual consagró la libertad de cultos y declaró al Estado como laico.

Desde entonces, la Iglesia Católica perdió muchas de sus prerrogativas y se hizo patente la separación de poderes entre la Iglesia y el Estado. Los efectos de este nuevo escenario los estamos empezando a sentir con fuerza en la actualidad, pues el país está entrando aprisa en la senda de la secularización, se están imponiendo los principios liberales de las sociedades modernas y se están aprobando leyes que atentan contra valores fundamentales de la persona humana, los cuales, aunque no son patrimonio exclusivo de la verdad revelada, pues muchos de ellos pertenecen a la razón natural, tenían en la Iglesia un dique capaz de contener el empuje de las libertades individuales al margen de Dios. En la página anterior aparece una breve selección de noticias recientes que reflejan el debate que se ha abierto sobre la conveniencia o no de que la Iglesia intervenga en el ejercicio de la política en orden al bien común de la población colombiana. Sabemos que éste es uno de los principios fundamentales de la doctrina social de la Iglesia.

Por eso he querido dedicar este trabajo a profundizar un poco sobre el papel que la Iglesia (particularmente la católica) y los cristianos en general pueden y deben desempeñar en el contexto actual, con el fin de continuar siendo fieles a la misión que Jesucristo nos encomendó, especialmente en lo relativo a la promoción de la justicia social, sin desconocer la autonomía de las instituciones temporales en un país democrático y constitucional. Para ello voy a tomar como base la Nota Doctrinal sobre algunas cuestiones relativas al compromiso y la conducta de los católicos en la vida política, emanada de la Congregación para la Doctrina de la Fe, el 24 de noviembre de 2002. Igualmente, como fuente remota tomaré la constitución pastoral Gaudium et Spes del Concilio Vaticano II. Esto lo contrastaré con algunas opiniones del ámbito periodístico y la reflexión teológica de los últimos años, con miras a hacer mi propia síntesis, la cual expresaré en las conclusiones.

El liberalismo: base del proceso secularizador
Dar una definición de liberalismo no es sencillo puesto que se trata de un tema bastante complejo, pero en aras de la simplificación podemos afirmar que se trata de:

“Una ideología (o una corriente que agrupa ideologías distintas) basada en la primacía del individuo sobre el colectivo y, por tanto, en el obligatorio reconocimiento de las libertades individuales como inalienables. Esas libertades incluyen la de pensamiento, expresión y religión pero también las económicas, bajo la base de la libre disposición de la propiedad legítimamente adquirida”[1].

El liberalismo no es otra cosa que llevar a la práctica en el gobierno de las sociedades y el ejercicio de la vida pública los presupuestos de las corrientes filosóficas que se originaron en la época renacentista y se incubaron en el seno de la modernidad, tales como el humanismo, el racionalismo, el materialismo, el naturalismo y el positivismo. Estas doctrinas confluyeron ideológicamente en lo que se conoció como el Siglo de las Luces o la Ilustración en Europa, que en la práctica dieron lugar a los movimientos revolucionarios que cambiaron el orden mundial a partir de la Revolución Francesa en 1789.

Lo anterior se opone a las categorías filosóficas y teológicas que dirigieron el pensamiento de la humanidad durante la Edad Media. Ya no hay lugar para Dios, lo sobrenatural, lo espiritual, la fe. Se dio un giro copernicano que destronó a Dios y puso al hombre y su razón en el centro del devenir histórico. La Iglesia pasó a ser el “dinosaurio” que representa todo lo caduco, lo anticuado, lo retrógrado, una pieza de museo que guarda los recuerdos de un modelo antropológico en extinción. Esto lo afirmamos desde la perspectiva del nuevo hombre, el hombre emancipado de las ataduras de la fe, de los reatos de conciencia, de la autoridad eclesiástica, del pecado; el hombre gobernado por la razón y la materia; en una palabra, el hombre “libre”.

No es difícil darse cuenta del lugar que escogió o tuvo que escoger la Iglesia católica para hacer frente a la modernidad. Es evidente que los postulados liberales chocaban abiertamente con los principios y valores cristianos que la Iglesia había defendido por siglos, por lo menos en la manera en que la Iglesia los entendía y aplicaba. Lo mismo pensaban los liberales, embelesados con los vientos de renovación que se veían venir; “les parecía que república e Iglesia romana no cabían en el mismo lugar y que los principios republicanos, como se entendían entonces, se hallaban en contradicción con los principios católicos contrarios a interpretaciones totalizantes del concepto de libertad”[2].

La secularización hoy
La secularización es, en pocas palabras, el proceso de la salida de la religión del ámbito público. Se pretende “purificar” de toda manifestación religiosa la expresión del hombre en sociedad y, sobre todo, en los órganos de poder; quitar a Dios de en medio, porque la ética civil es una ética de mínimos, una ética de acuerdos de convivencia, mientras que la religión – particularmente el cristianismo – exige una moral de máximos, una moral de perfección; no se le puede exigir al conglomerado que viva según una moral máxima impuesta por un Dios en el que no todos creen, por lo menos no de la misma forma.

No se debe confundir la secularización con el secularismo. Éste último implica un rechazo total de lo sagrado, un desprecio extremo por la creencia religiosa; casi roza con el ateísmo; en cambio, la secularización se limita a desplazar lo religioso a la esfera de la intimidad. Es la reacción del pensamiento liberal contra la cosmovisión de la Edad Media, que quiso “angelizar” el mundo, despojándolo de su valor temporal y aspirando sólo a las cosas de arriba. Con ello se le quitó en gran medida el valor a la participación en política. Hay que recordar que se trataba entonces de regímenes totalitarios y monárquicos en los que la intervención popular era casi nula. La perspectiva católica cambió radicalmente con el concilio Vaticano II , el cual reconoció la autonomía del mundo:

“Muchos de nuestros contemporáneos parecen temer que, por una excesivamente estrecha vinculación entre la actividad humana y la religión, sufra trabas la autonomía del hombre, de la sociedad o de la ciencia… Si por autonomía de la realidad se quiere decir que las cosas creadas y la sociedad misma gozan de propias leyes y valores, que el hombre ha de descubrir, emplear y ordenar poco a poco, es absolutamente legítima esta exigencia de autonomía”[3].

Este cambio de perspectiva se ve reflejado en la praxis política de los países, y Colombia no es la excepción. Anteriormente se pretendía que las constituciones de los estados reconocieran y protegieran la primacía de la religión católica; tal es el caso de la Constitución Política de Colombia de 1886, que reza en el artículo 38: “La Religión Católica, Apostólica, Romana, es la de la Nación; los Poderes públicos la protegerán y harán que sea respetada como esencial elemento del orden social. Se entiende que la Iglesia Católica no es ni será oficial, y conservará su independencia”. Con el advenimiento de la nueva constitución no se sacó a Dios de la Carta Magna, como afirman algunos sin suficiente fundamento, sino a la religión católica, pues se proclamó la libertad de cultos[4]. De hecho, el preámbulo de la Constitución de 1991 reza así: “El pueblo de Colombia, en ejercicio de su poder soberano, representado por sus delegatarios a la Asamblea Nacional Constituyente, invocando la protección de Dios, y con el fin de fortalecer la unidad de la Nación y asegurar a sus integrantes la vida, la convivencia, el trabajo, la justicia, …”

Consecuencias para la búsqueda del bien común

Es claro que la búsqueda del bien común, y de la justicia social en general, es responsabilidad de todos los miembros de la sociedad, pero también es cierto que el primer responsable es el Estado. La Iglesia no puede sustituirlo, pero tampoco puede ni debe quedarse al margen en la lucha por la justicia, sino que debe insertarse en ella a través de la argumentación racional para despertar las fuerzas espirituales, sin las cuales la justicia, que siempre exige también renuncias, no puede afirmarse ni prosperar[5]. Vemos cómo durante los últimos años la secularización en nuestro país ha conducido a un relativismo cultural, que se hace visible en el surgimiento de una especie de pluralismo ético, que se opone a la razón y la ley moral natural, como condición de posibilidad de la democracia. Como si la pluralidad fuera sinónimo de sincretismo o anarquía moral, y la democracia un dejar que cada uno haga lo que quiera y opine como quiera.

Esta situación se patentiza en cosas como las siguientes: los ciudadanos reivindican completa autonomía moral; los legisladores formulan leyes condescendientes con dicha autonomía moral, pensando que con ello están respetando la libertad de las personas; se impone el sofisma de la tolerancia; los católicos tienen que renunciar a contribuir a la vida política en función de su concepción de la persona y del bien. Según esto, en mis propias palabras, el católico debe ser un tonto que, en nombre de la caridad y la paz, deje que cada uno haga lo que quiera según le parezca. Eso está lejos de ser una moral cristiana auténtica.

Pero, ¿en qué consiste tal relativismo cultural y pluralismo ético? La Nota afirma que consiste en que: “todas las concepciones sobre el bien del hombre son igualmente verdaderas y tienen el mismo valor”[6]. Evidentemente esto va contra los principios de la razón natural y del orden moral que defiende la Iglesia, según los cuales la libertad política debe estar basada en la búsqueda del bien común en un contexto histórico, geográfico y cultural bien definido.

De ahí que la Iglesia tenga el derecho y el deber de denunciar los comportamientos sociales y las iniciativas legislativas que menoscaben estos principios en favor de intereses particulares o visiones subjetivas de las realidades temporales. El verdadero pluralismo no consiste, entonces, en la multiplicidad de alternativas morales individualistas, sino en el carácter contingente de ciertas opciones sociales, la pluralidad de estrategias para garantizar un mismo valor moral fundamental, la diferente interpretación de algunos principios básicos de la teoría política y la complejidad técnica de una buena parte de los problemas políticos[7].

También cabe mencionar que el tema de la participación de la Iglesia en política se desvió durante mucho tiempo, incluso hasta el Vaticano II, confundiéndolo con ideología partidista. En Colombia, por ejemplo, muy pronto se identificó a la Iglesia Católica con el partido conservador, en tanto que el partido liberal adquirió la condición de anticlerical. Así pues, se produjo un divorcio entre la religión y la política, y toda intervención del clero en asuntos de interés social, especialmente en épocas electorales, fue considerada como “indebida intervención del clero en política”[8]. Obviamente, esta situación respondió a una equivocada comprensión de la política, por una parte, y al clericalismo exagerado de la Iglesia, por otra. Cuando los curas intervienen en política se produce la sensación de que están fuera de su terreno; en cambio, cuando lo hacen los laicos se ve como algo normal. Pero unos y otros son católicos. Lo que sucede es que la gente identifica Iglesia con curas y monjas. De ahí que resulte de gran beneficio para la participación de la Iglesia en la vida pública el compromiso de los laicos.

Dimensiones de la participación política de los cristianos

Ahora bien, la participación de los cristianos en la vida pública de la nación tiene múltiples facetas que hasta ahora no han sido bien complementadas. Esta participación se puede dar a nivel de la Iglesia como institución; a nivel de la jerarquía eclesiástica dentro de las competencias de su jurisdicción; a nivel de las asociaciones de fieles laicos; y a nivel del ciudadano común y corriente. A nivel institucional, la intervención de la Iglesia en una sociedad secularizada debe partir de una nueva comprensión de la fe: “creer no es afirmar dogmas incomprensibles, sino descubrir en cada circunstancia cultural y momento histórico el sentido definitivo y trascendente del mundo, de la vida, de las personas y de sus relaciones”[9].

Para ir a un caso concreto, se ha abierto un debate en Colombia, por la presión que ha ejercido la Iglesia contra las disposiciones de la Corte Constitucional sobre despenalización del aborto en algunos casos. Algunos han afirmado que “el debate sobre la objeción de conciencia, encendido por la sentencia del aborto, demuestra que la separación de la Iglesia y el Estado todavía es una ficción”[10]. En ámbitos periodísticos se tiende a reducir el problema a una cuestión de salud pública y se le niega a la Iglesia el derecho que le corresponde de expresar sus opiniones y utilizar todos los medios legales a su alcance para defender los valores fundamentales de la persona humana. Pero también es cierto que la Iglesia a veces ha errado el camino: ya no es tiempo de maximalismos ni fundamentalismos; no es lanzando anatemas o excomuniones como los cristianos vamos a ejercer nuestra influencia sobre la sociedad. Bien lo expresa Manemann[11] cuando dice que los cristianos deben decidir si consideran que la tarea de la religión es ayudar a las personas para que funcionen mejor dentro del sistema actual, o someter a discusión aquello en lo que no están de acuerdo con este sistema y crear un ámbito para que emerjan las opiniones críticas y discrepantes.

En éste y en todos los demás casos de colisión entre la autoridad eclesiástica y las instituciones gubernamentales, debemos tener presente siempre que laicidad significa “autonomía de la esfera civil y política de la esfera religiosa y eclesiástica – nunca de la esfera moral”[12]. Esta distinción me parece fundamental para una adecuada comprensión de la laicidad. Con frecuencia solemos asociar moral con religión y llegamos a pensar que la erradicación de lo religioso (especialmente de la vida pública) implica la desaparición o desvalorización de los valores morales que la religión “impone”. No nos damos cuenta de que la moral es connatural al ser humano y forma parte de su razón natural, independientemente de la confesionalidad. La Iglesia sale al paso de este error y pone las cosas en su punto. La laicidad se caracteriza por la independencia de las potestades civil y eclesiástica en el gobierno de los pueblos, pero no se puede pretender, en nombre del laicismo, erradicar la moral, creyendo que con esto se erradica a Dios y se hace más libre al ser humano.

En cuanto a la participación en política de los cristianos laicos, bien sea como ciudadanos individualmente considerados, bien como miembros de asociaciones públicas o privadas, ellos tienen tanto o más derecho que la Iglesia como institución, pues son miembros del cuerpo social y están cobijados por los mismos derechos que el resto de los ciudadanos. El problema se presenta cuando ejercen cargos públicos, pues no tardarán en producirse choques entre sus principios de conciencia y sus responsabilidades de derecho. Esto lo advierte Durán Casas, citando a Weber, al decir que:

“… el político oscila siempre entre la ética de sus convicciones y la ética de sus responsabilidades, esto es, entre lo que crea él que debe hacer o dejar de hacer para obrar correctamente desde el punto de vista de sus convicciones morales, y lo que crea él que debe hacer u omitir para obrar correcta y responsablemente de cara a un proyecto político, a un electorado o a un país”[13].

Sin embargo, la participación política de los cristianos no se debe limitar al ejercicio de cargos de poder o de representatividad popular, como el ejecutivo o el legislativo. También se puede ejercer influencia, y con mayor libertad, desde la sociedad civil y la actividad cotidiana; en este sentido no parece haber mucha claridad entre nuestros fieles. Ante las vicisitudes de la historia moderna no es tan evidente la relación entre fe y política, pero si se entiende la política en su sentido amplio de búsqueda del bien común, el cristiano tiene un testimonio grande para dar, desde la espiritualidad del buen samaritano[14]: actitud solidaria ante los que caen en desgracia, aportes para la seguridad de otros en el camino de la vida, asistencia médica, educación de los desfavorecidos, denuncia de las injusticias. Todas éstas son tareas propias de la política, y quien trabaja en ellas está ayudando a otros seres humanos, mejorando su vida y sus posibilidades de humanización[15].

Ante estas formas de participación siempre hay quienes salen a decir en los medios de comunicación que la Iglesia, y los cristianos en general, deben limitarse a rezar y hacer su culto de manera privada, sin intentar impregnar las estructuras sociales con valores que no son comunes a toda la sociedad. Sobre esto ya está claro que los valores que predica la Iglesia no son exclusividad suya, sino patrimonio de toda la humanidad. En cuanto a su participación en política, Moltmann sostiene que si bien es cierto que hay teólogos carentes de conciencia política, en el fondo no hay teólogos apolíticos. “Las Iglesias y los teólogos que se declaran apolíticos, en realidad colaboran siempre con el poder establecido y, por lo general, entablan siempre alianzas conservadoras”[16]. Declararse apolíticos sería el peor camino para los cristianos, pues toda neutralidad se convierte en complicidad con aquellos que ostentan el poder. Cuando uno se abstiene de votar, por ejemplo, no hace otra cosa que aceptar pasivamente la elección de otros.

Conclusión

Ante los argumentos de una y otra parte, se pone de manifiesto una vez más un tema que ya en san Agustín ocupaba un lugar importante: no pueden existir dos historias paralelas: la historia profana y la historia sagrada; no existe oposición entre la ciudad terrena y la ciudad de Dios: las dos coexisten, se pueden distinguir, pero no se pueden separar; es necesario que caminen juntas hasta la plenitud de los tiempos, cuando serán finalmente separadas y recibirá cada una su destino[17]. Ésta es, a mi modo de ver, la clave de comprensión sobre la secularización y laicización: la perfecta distinción, sin intento de separación, entre las dos ciudades en el camino de la historia.

Hasta aquí hemos utilizado casi indistintamente los términos secularización y laicización. Sin embargo, vale la pena aclarar que aunque significan prácticamente lo mismo, el primero se utiliza en un sentido más amplio para referirse al ámbito de lo cultural, mientras el segundo se utiliza preferentemente para hacer referencia al gobierno de los pueblos.

En el plano de la cultura y el ejercicio de la actividad humana en general, una auténtica secularización consiste en distinguir el nivel intramundano del nivel trascendente de la persona humana, que sigue siendo una, aunque con dos dimensiones. En el plano del gobierno de los pueblos y el ejercicio de la política, una auténtica laicización consiste en distinguir el poder civil del religioso en la búsqueda del bien común, sin sacrificar en ningún momento los valores morales connaturales a la persona humana.

Creo que en este sentido están puestas las palabras de los apóstoles Pedro y Pablo[18] cuando invitan a sus comunidades a someterse a las autoridades legítimamente constituidas, pues no hay autoridad que no provenga de Dios. El mismo Señor Jesús puso los fundamentos para una sociedad en la que el amor a Dios y la obediencia a sus mandatos no fuera incompatible con la debida obediencia y colaboración con las autoridades civiles: “A Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César”[19].

Al final de cuentas, en una sociedad democrática, pluralista y secularizada, los cristianos no debemos tener miedo de intervenir en política por todos los medios legítimos; pero ello debe partir de una clara y bien formada conciencia política, libre de mitologías y purificada de una religiosidad popular exacerbada por la nostalgia del antiguo régimen de cristiandad. En esto, nuestros pastores tienen un papel muy importante que cumplir: no es ya con procesiones del Divino Niño (sin negar la importancia de este tipo de manifestaciones para alimentar la piedad de los creyentes), ni con excomuniones públicas, ni con propuestas de referendo que vamos a convencer a los órganos del Estado de la necesidad de abolir el aborto, por ejemplo, sino con la formación de las conciencias de nuestros fieles (muchos de ellos en cargos de poder) y con propuestas audaces en los ámbitos de la academia, las organizaciones no gubernamentales, las asociaciones de fieles, las instancias legislativas, etc., pues como dice Gauchet, el cristianismo no debe ser víctima, sino promotor del “desencantamiento del mundo”, entendiendo “desencantamiento”, como lo entiende Weber, en el sentido de “eliminación de la magia como técnica de salvación”[20].

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[1] Http://es.wikipedia.org/wiki/Liberalismo. Consultado el 22 de septiembre de 2006.
[2] CÁRDENAS, Eduardo. América Latina: La Iglesia en el siglo liberal. CEJA, Bogotá, 1996, p. 38.
[3] Gaudium et Spes, 36.
[4] Cf. Constitución Política de Colombia, artículo 19.
[5] Cf. Deus Caritas Est, 28.
[6] CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE. Nota Doctrinal sobre algunas cuestiones relativas al compromiso y la conducta de los católicos en la vida política, 3.
[7] Cf. Ibid, 4.
[8] Cf. CÁRDENAS, Op. Cit., p. 45.
[9] PLACER UGARTE, Félix. Secularización e Iglesia. En: 10 Palabras clave sobre secularización. Verbo Divino, Estella, 2002, p. 187.
[10] ECHEVERRY, Adriana. Un asunto del alma. En: Semana, No. 1271, septiembre 11 a 18 de 2006, p.72.
[11] Cf. MANEMANN, Jüergen. La permanencia de lo teológico-político. Oportunidades y peligros para el cristianismo en la actual crisis de la democracia. En: Concilium, No. 311. Verbo Divino, Estella, junio 2005, p. 54.
[12] Gaudium et Spes, 76.
[13] DURÁN CASAS, Vicente. Ética de la participación y acción política. En: Theologica Xaveriana, No. 119. PUJ, Bogotá, julio-septiembre de 1996, p.279.
[14] Cf. Lc 10,6.
[15] Cf. MARDONES, José María. Recuperar la justicia. Religión y política en una sociedad laica. Verbo Divino, Estella, 2005, p. 67.
[16] MOLTMANN, Jürgen. La justicia crea futuro. Política de paz y ética de la creación en un mundo amenazado. Sal Terrae, Santander, 1992, p. 45.
[17] Cf. AGUSTÍN, San. Ciudad de Dios 18,54,10. Tomo XVIII. BAC, Madrid (1978)3, p. 540.

[18] Cf. Rm 13,1-7; 1Pe 2,13-17.
[19] Cf. Mt 22,21.
[20] Cf. GAUCHET, Marcel. El desencantamiento del mundo. Una historia política de la religión. Trotta, Granada, 2005, p. 9.

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