viernes, junio 16, 2006

La Gracia como nueva relación

Bibliografía: LADARIA, Luis F. Teología del pecado original y de la gracia. BAC. Madrid, 1993. P. 231-266.

Objetivo:


Conocer la visión del autor sobre la gracia como una relación nueva entre Dios y el hombre, a partir del concepto de filiación, tomando como base el Antiguo y el Nuevo Testamento y la propia persona de Jesucristo, y hacer una crítica a la luz de la realidad actual.


Relación filial en el Antiguo Testamento:



En el Antiguo Testamento aparecen pocas referencias a la figura de la paternidad, seguramente para no opacar la idea de trascendencia. Recordemos que Dios es para el israelita un ser personal, pero totalmente distinto (totalmente Otro); cuando aparece se asocia a la idea de origen; en este sentido, padre sería aquel que da origen o inicio a algo; por ejemplo, el autor en cierta forma es padre de su obra. En el caso concreto del pueblo de Israel, la paternidad se refiere a la elección, esto es, Dios es padre del pueblo porque lo elige, lo prefiere y lo acompaña. Así lo podemos observar en la liberación de Egipto y en la Alianza Sinaítica.
Esta relación de filiación se entiende en la perspectiva del amor: Yahvé escoge, acompaña y protege a su pueblo porque lo ama entrañablemente. En el mismo sentido se entiende esta paternidad cuando se refiere a personas concretas, individuales, como es el caso de David en 2Sm 7,14: David es hijo de Dios, Yahvé lo ha escogido para ser presencia de él en medio su pueblo, para guiarlo y conducirlo hacia su plena realización.



Relación filial en el Nuevo Testamento:


El paradigma de filiación en el Nuevo Testamento lo encontramos en el propio Jesús, que llama e invoca a Dios como Padre (¡Abba!). Con sus palabras y expresiones muestra que tiene una relación única y especial con Dios. En esto podemos decir que es pionero, que es original, pues, por lo mismo que habíamos dicho antes, para los judíos Yahvé era algo lejano aunque presente; llamarlo padre de forma personal era un atrevimiento, una blasfemia.
El autor hace una distinción importante entre la manera como Jesús llama padre a Dios y la manera como lo vincula paternalmente a los discípulos; él nunca dice “nuestro padre” cuando, hablando con ellos, se refiere a él, sino que utiliza la expresión “mi padre y vuestro padre”. Esto refuerza la idea de que su relación es única y especial. Ahora bien, solamente una vez en los evangelios sinópticos (Mt 11,25-27) Jesús se autodenomina “Hijo”; en cambio, con frecuencia Jesús utiliza la palabra padre (evangelio de san Juan), con lo cual queda claro que su interés no es presentarse como hijo (darse estatus), sino expresar su relación natural y familiar con Dios.


En la cristología de los primeros tiempos se descubre la noción de una relación previa del Hijo con el Padre, es decir una filiación divina de Jesús antes de su vida humana, esto es, que Jesús no es hijo solamente en cuanto hombre, sino también en cuanto Dios, es decir, en la propia vida intra-trinitaria (Hebreos, Juan, Pablo). Esta relación halla su realización plena en la resurrección de Cristo, con su plena entronización como Señor (Rm 1,3).


El autor afirma que “en la existencia filial de Jesús se muestra un modo nuevo de ser hombre, la manifestación plena de la humanidad, derivada de la revelación del Dios trino” ¿Cómo entender esta afirmación?
Por medio de la vinculación filial de Jesús al padre, también sus discípulos quedan vinculados a él, lo cual implica una actitud vital que consiste en amar sin distinción. Para los discípulos ser hijos de Dios implica también ser hermanos entre sí. De ahí la expresión de san Juan: “Quien dice que ama a Dios, a quien no ve, y no ama a sus hermanos, a quienes ve, es un mentiroso, porque Dios es amor y quien no ama no ha conocido a Dios”. De lo anterior se concluye, como lo hace Pablo en Ga 4,4-7, que los hombres somos hijos de Dios solamente en relación a Jesús, es decir, somos hijos sólo en el Hijo y por la acción del Espíritu Santo. Y esta filiación nos da derecho a participar de la herencia del Hijo en el Hijo, es decir la resurrección y la vida eterna.


Sin embargo, para participar de esta herencia no basta con pertenecer al género humano, redimido por Cristo, sino que es necesario adherirse por la fe a Cristo resucitado, es decir, que la participación del hombre es activa, e implica seguimiento e imitación. De ahí que afirme san Juan (14,21) que no es suficiente con creer en Cristo, sino hay que amarle.



La gracia como nueva relación


Sostiene el autor que “la Revelación de la Encarnación nos lleva a participar de la filiación divina” ¿En qué sentido se puede entender esta frase?
¿En todo lo anterior, cómo encontramos el concepto de la gracia como nueva relación del hombre con Dios?


Veamos. Esa nueva relación pasa de ser de “enemigos” a “amigos”. Éramos enemigos de Dios porque estábamos lesionados por el pecado de Adán. Ahora somos amigos de Dios porque hemos sido reconciliados por Cristo. Por él se hizo posible la inhabitación de la Trinidad en nosotros. Es requisito indispensable la fe en Cristo Jesús: la fe nos justifica, pues creemos que Cristo murió ... y que lo hizo por nosotros. Él nos revela que somos criaturas de Dios y que tenemos una vocación divina, que es la realización plena del ser humano. Por lo tanto, para alcanzar nuestra realización debemos entender y asumir que dependemos absolutamente de Dios.
El autor enfatiza el hecho de que primero se da la relación de creatura con Dios y después la “existencia”. Es decir, que “somos” en cuanto “somos en Dios”. Por lo tanto, la gracia como filiación es esencial a nuestro ser de creaturas y se da en dos dimensiones: trascendente e inmanente, con lo cual perfecciona a la creatura desde dentro. En este sentido, se observa un distanciamiento de la perspectiva protestante, que sólo reconoce la dimensión trascendente de la gracia y concibe al hombre como un ser corrompido en su naturaleza y “bañado” por la gracia divina para ocultar su naturaleza corrompida.



Conclusión


Al parecer el auto está hablando para creyentes, para personas que asumen una perspectiva de fe, lo cual da a entender que la gracia es también un asunto en el que interviene la conciencia; según esto, no se entiende bien de qué manera la gracia afectaría a un ateo. Según la Constitución Lumen Gentium, la gracia de Dios está presente en todas las personas, aun en las no creyentes, en las cuales actúa de manera oculta y misteriosa porque allí están presentes de alguna manera las semillas del Verbo. Pero no se ve claro cómo se realizaría esa gracia sin la participación consciente y activa de la persona. Se observa una posición bastante pegada a la tradición doctrinal de la Iglesia; el autor no se lanza a especulaciones ni propuestas audaces; tampoco plantea nada verdaderamente nuevo. Su concepto de la gracia como nueva relación forma parte de la tradicional doctrina escatológica de la Nueva Creación: en Jesús, Dios hace nuevas todas las cosas.

No aporta elementos pastorales para una praxis del tratado de la gracia, aunque quedan insinuados cuando toca el tema de la correlación entre filiación y fraternidad según san Juan. El amor a Dios, como correspondencia a su propia iniciativa de amor, debe reflejarse en el amor al hermano. Por otro lado, vemos un aporte interesante en el énfasis que hace el autor cuando afirma que primero existe la relación creatural con Dios, y después “somos”. Aquí encontramos un proceso de humanización, pues el hombre se plenifica en cuanto se identifica con Jesús, quien nos muestra un nuevo modo de ser hombre en la propuesta del amor.


Ahora bien, vivimos en un mundo hedonista que no se fija en lo trascendente, sino que tiene lo inmanente como único punto de referencia. Desde esta perspectiva, la gracia es vista como progreso material: el desgraciado es aquel que no “tiene”: no tiene dinero, no tiene bienes materiales, no tiene futuro; mientras que en la perspectiva cristiana, el desgraciado es aquel que no “es”: no es persona, no es hijo de Dios, no es humanizado, no es redimido, etc. Además, la filiación divina implica la aceptación de la dependencia de Dios, lo cual contrasta con el afán de emancipación racionalista del hombre de hoy, que se considera autosuficiente y no es capaz de ver en sus descubrimientos a Dios que se está revelando. El hombre tampoco se da cuenta de que en su obrar está siendo “cocreador” y, por lo tanto, multiplicador de la gracia, aun en aquellos casos en que interviene destruyendo su entorno. En definitiva, tenemos un largo camino por recorrer para llegar siquiera a acercarnos a una comprensión de la gracia como nueva relación entre el creador y la creatura por medio de Cristo.

2 comentarios:

  1. Anónimo9:36 a.m.

    me parecio un buen trabajo y quisiera agregar una cosa. el sabernos hijos de Dios tiene además, como consecuencia, el tratar a los demás como hermanos, como hermanos unidos en el Amor. y también quiero hacer alusion a la parábola del hijo pródigo: a veces asumimos nuestr realidad de hermanos pero desde el punto de vista del hermano que se quedó en la casa del padre.

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    1. Gracias por tu comentario. En efecto la actitud de identificarnos con el hermano mayor de la parábalo nos sitúa entre los fariseos del evangelio, es decir, los que se creen con derecho de juzgar el pecado ajeno, y que al final no entran al banquete del Padre.

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