jueves, marzo 23, 2006

Pecado y Ley según san Pablo - Criterios pastorales



CRITERIOS PASTORALES ACTUALES SOBRE
EL PECADO Y LA LEY DESDE LA PERSPECTIVA PAULINA
INTRODUCCIÓN
Este artículo pretende hacer una crítica sobre la pastoral de la reconciliación y plantear algunos puntos de reflexión sobre la forma como se debe enseñar hoy a la gente a entender el pecado y la ley desde la perspectiva paulina. Una predicación actual debe buscar contraponer la antigua economía de la ley a la nueva economía de la gracia. Por lo tanto, vamos a hacer nuestro análisis y crítica a partir de los siguientes binomios o contrastes: castigo – misericordia, ley – gracia, hombre carnal – hombre espiritual, muerte – vida, angustia – felicidad.

1. ¿CASTIGO O MISERICORDIA?

Estamos en una época donde la Iglesia se ha visto envuelta en una gran red de desafíos que le obligan a replantear las formas actuales de pastoral y evangelización en muchos campos que le competen a la misma, uno de estos campos es el mismo hecho de predicar acerca de la misericordia y no el castigo; dos premisas que se contraponen, pero que son de gran importancia en el momento de elaborar una catequesis sobre la bondad y el mismo perdón que Dios da al hombre que sufre a causa del pecado.

Nos encontramos en muchas ocasiones con sacerdotes que no son capaces de orientar a la gente cuando sienten algún complejo de culpa, a causa de un pecado grave o en muchas ocasiones leve; se les olvida o no saben cómo mostrar la misericordia de Dios para quienes se arrepienten y vuelven al Padre (Cf. Lc 15,11-32); en muchos casos olvidan lo más importante de la ley: "La justicia, la Misericordia y la fe" (Cf. Mt 23,23). En consecuencia, le presentan a la gente un Dios castigador y cruel que condena a quien ha obrado mal y se ha alejado de él.

Nuestra evangelización hoy no puede reducirse a sobreponer el pecado o la ley sobre la misericordia manifestada por la Palabra de Dios. Sabemos bien que los dos son realidades que estarán siempre en el ser y hacer del hombre, siempre estarán ahí. No obstante, no podemos olvidar que hay una libertad del hombre, pero esto no le exime de la responsabilidad frente a cada uno de sus actos. También se ha reducido en muchos campos el mismo sacramento de la confesión en una especie de juicio donde el sacerdote da una sentencia y castiga al que ha cometido algún pecado, omitiendo la presentación de Dios, como misericordioso y justo.

Mirando nuestra realidad, debemos darnos cuenta de la necesidad de mostrarle a la comunidad de fieles un Dios sumamente misericordioso y totalmente colmado de justicia (Cf. Rm 3,1), es necesario en nuestra pastoral, en nuestras homilías, acabar con todo aquello que suene a castigo o condena; ya que a causa de esto mucha gente se ha alejado más de Dios. La misericordia debe ir por encima de todo castigo, porque el mismo Apóstol nos dice: "Si por el pecado de uno murieron todos, ¡Cuánto más por la gracia de Dios y el don otorgado por la gracia de un hombre, Jesucristo, se ha desbordado sobre todos su gracia!" (Cf. Rm 9,14-16). Dios es misericordioso; ya no hay condenación, sino justificación, ya que la misericordia de Dios manifestada en Jesús ha sido superior a cualquier pecado.

Estamos en una época donde el pueblo de Dios esta cansado de tantos odios, tantas condenas; el hombre está necesitado de agentes que les comprendan y les den ánimo; que les enseñen a ser verdaderos imitadores de Dios, como hijos queridos, viviendo en el amor como Cristo los ama y se entrega aún hoy como victima y oblación (Cf. Ef 5,1-2) en la Eucaristía. Desde aquí se debe comprender toda pastoral, cuando se trabajen aspectos tan importantes como lo son el pecado y la ley.
2. ¿LEY O GRACIA?

“De manera que la ley fue nuestro pedagogo hasta Cristo, para ser justificados por la fe. Mas, una vez llegada la fe, ya no estamos bajo el pedagogo” (Ga 3, 24-25).

Encontramos en esta expresión de san Pablo la función de la ley: servir como camino para llegar a Cristo. Si analizamos hoy esta realidad nos damos cuenta que ha sido otra cosa la que se nos ha infundido, quizás por una mala interpretación del texto o por una retrógrada herencia medieval que busca crear en los fieles la conciencia de que por encima de todo esta la ley. De ser así, la ley pasaría de ser un medio y se convertiría en un fin. Con esto no pretendemos abolirla porque sería inverosímil, sino que buscamos concretizarla un poco y darnos cuenta en dónde esta el error.

Es verdad que el hombre siempre se ha movido y se moverá entre la ley, ya sea divina, natural, política, religiosa etc. Esto porque necesita regir su comportamiento y su vida para no caer en un desbocado desenfreno de libertinaje. El error está en que aún no hemos abierto el panorama y, siendo cristianos, actuamos muchas veces como perfectos judíos, ya que solo nos interesa la “ley por la ley”. Así pues, hemos reducido todo a una escala de pecados enmarcados por el decálogo, los siete sacramentos, los cinco mandamientos de la madre Iglesia, etc, cuya motivación es realizar una buena confesión, precedida por los cinco tradicionales pasos, y cumplir con la penitencia; que en la mayoría de las veces se reduce a padrenuestros, avemarías, glorias y si acaso la celebración de la Eucaristía.

¿Por qué no cambiamos esta concepción metodista de concebirlo todo como pecado, tan solo porque está en contra de unos esquemas fundamentados desde antaño y realizamos más bien, un trabajo personalizado buscando el punto de partida de la acción y la finalidad que se busca? ¿Por qué no conscientizamos a las personas de que el pecado antes de transgredir la ley atenta contra nuestra dignidad de personas y de hijos de Dios? ¿Qué bien trae a la persona el pecado cometido?

Antes de colocar todos los pecados en una serie de rompecabezas que encaja muy bien en el panorama ya presentado, debemos motivar a las personas a descubrir el valor que hay detrás de toda esa amalgama de preceptos y de normas, sabiendo ante todo que son importantes y necesarias para un mejor vivir, pero que no son la finalidad que buscamos. Es precisamente a esto que apunta san Pablo cuando dice: “¿Por la fe privamos a la ley de su valor? ¡De ningún modo! Más bien la consolidamos” (Rm 3,31).

Cuando se descubre el valor de la ley, ésta ya no se necesita porque ha cumplido su labor de “pedagogo” y ha penetrado en el interior de la persona hasta el punto que ya hace parte de su obrar; ahí ha alcanzado la ley su plenitud porque ya no está sólo en el papel, sino dentro de sí mismo. A partir de este momento la trasgresión de la misma no va a crear un sentimiento de culpa sin sentido en el individuo, sino que va a confrontarlo hasta el punto de darse cuenta que se ha convertido en un vil esclavo de sí mismo y ha perdido la libertad que posee desde el mismo momento de la creación, y que lo hace diferente a todo lo demás.

“Porque el pecado no tendrá dominio sobre vosotros; pues no estáis bajo la ley, sino bajo la gracia” (Rm 6,14).

Nos encontramos ahora con otro apasionante tema: la gracia, que al igual que la ley se ha tergiversado su interpretación y presentación pasando, lamentablemente, a un segundo plano en el proceso de salvación.

Si preguntamos a nuestros files ¿Qué es para usted la gracia? Seguramente nos vamos a encontrar con respuestas como: “es algo misterioso que tenemos dentro de nosotros, que nos impulsa a obrar bien”, “es el boleto de entrada que necesitamos para llegar al cielo”, “es algo que el padre le unta a uno el día del bautismo” y muchas más; y nosotros somos los responsables de esto ya que hemos presentado la gracia de Dios como un “kit” o “paquete” que se adquiere el día del bautismo y que sirve para momentos de dificultad, para hacer las cosas bien o simplemente para que Dios no se enoje con nosotros y no pasar por las puertas del purgatorio y el infierno el día de la muerte. Aquí está precisamente el error, porque la gracia se antepone a la ley y es quizás, el espíritu de la ley.

La gracia, recibida por el bautismo, es algo más que un “testigo” que llevamos en el equipaje de la vida y sin el cual no nos permiten pasar a una nueva etapa. La gracia es ante todo la fuerza de Dios, el poder de Dios; más aun, es Dios mismo que habita en nosotros y sin cuya fuerza no podemos trascender la ley. El hombre por sus propias fuerzas no puede realizar muchas cosas sino que ineludiblemente necesita de Dios. Pero el poder de autosuficiencia que experimenta no le permite hoy reconocer esta necesidad.

La fe se ha reducido a un “milagrerismo” exagerado que busca solamente la felicidad del hombre y la manipulación, a su manera, de la voluntad de Dios. Este es el reto pastoral hoy: buscar que las personas cambien esta forma de pensar y más bien se dejen conducir por la verdadera gracia de Dios. De este modo se puede adquirir la auténtica libertad interior, propia de los hijos de Dios, los bautizados. Hoy la gracia debe ser presentada como la presencia de Dios que cohabita en nosotros siempre y en todo momento, que nos impulsa a obrar el bien por encima de todo y que busca la felicidad del individuo a través de la plena relación con Dios. Relación que se da a través del prójimo, de su Palabra y de los sacramentos.

3. ¿ HOMBRE CARNAL U HOMBRE ESPIRITUAL?

En los púlpitos sea venido predicando un dualismo antropológico, entre cuerpo y alma, dándole una mayor importancia al alma y rechazando el cuerpo como el causante de la pérdida del alma. De esta manera hemos dividido al hombre, destruyendo en él la unidad de la persona como imagen del Dios uno y trino.

De esta manera se a creado una falsa moral con respecto al pecado, y la responsabilidad que el individuo tiene con relación a sí mismo y a sus semejantes. Se ha venido manejando una concepción, y concientización, del pecado un poco aislado de la realidad social que vive el hombre en su contexto; muchos de nuestros fieles piensan que el pecado es sólo una ofensa hacia Dios y por tal motivo merecemos un castigo, sin imaginarse la consecuencia que este conlleva a la sociedad; y esta figura de un Dios castigador es la que ha infundido en muchos cristianos un temor (miedo) hacia Dios que impide una auténtica manifestación de amor verdadero hacia el creador.

Se debe predicar hoy la unidad del hombre, como lo concibe la Sagrada escritura. La mentalidad hebrea bíblica tiende a considerar las realidades como un conjunto globalmente unitario, como un todo universal único, simple y no descomponible. Si el hombre-carne puede esperar el gozo de una vida futura (vida bienaventurada), no es en virtud de un principio inmortal presente en el yo (puesto que el ser humano es totalmente carne mortal), sino por don de Dios misericordioso: porque permanece en contacto con el Omnipotente, porque ha podido inaugurar una intimidad de amistad con un Dios inmensamente bueno, que es fuente de vida.

Precisamente porque es carne, el hombre conoce la caída espiritual, se pierde en el pecado, se disipa en la miseria espiritual. El hombre carnal, según san Pablo, es el hombre pecador, dispuesto a dispersarse en mezquindades espirituales (Cf. Gá 5,19-21; 1 Co 3,1-4). Pablo pregunta a los de Corinto: "¿No sois aún carnales y vivís a lo humano?" (1 Co 3,3).

El hombre es alma. El término alma designa no una entidad espiritual, sino un modo caracterizador de todo el yo: indica el ser humano en cuanto vivo, en cuanto que participa del principio de la vida. Se encuentra en una situación dialéctica; puede caracterizar a un ser vivo agredido por la muerte eterna o abierto a una vida imperecedera (cf Mc 8,34-37)

El hombre es espíritu: según la mentalidad semítica, el término espíritu no es tanto una perfección existente en Dios cuanto una cualificación perfectiva en relación con el hombre. Por eso, si el hombre tiene vida y bondad moral es porque se lo ha comunicado el Espíritu de Dios (Job 34,14-15; 1 Sm 10,6; Sal 51,12s). El espíritu en el hombre es vida dada por Dios y orientada a él; es existencia originada por Yahvé y vivida según su voluntad; es fuerza que se apodera de todo el hombre y lo dirige a su Señor; es inspiración que hace a los hombres profetas según el plan divino (1 Sm 16,13; Is 6,1s; Jr 1,4s; Jl 3,1-2). De esta forma el Espíritu es la potencia de Dios que actúa sobre el hombre: "Sobre él [el Mesías] se posará el Espíritu de Yahvé" (Is 11,2).
4. ¿MUERTE O VIDA - ANGUSTIA O FELICIDAD?

Tradicionalmente se le ha predicado a la gente en los púlpitos y se le ha dicho en los confesionarios que el pecado es una trasgresión de la ley, que nos conduce hacia la muerte eterna, al infierno, a las llamas que no se extinguen. Por lo tanto, debemos cumplir la ley para evitar el castigo. Esa es la economía del Antiguo Testamento, que lleva al hombre a obedecer a Dios por temor, y no por amor. Como consecuencia, la gente vive en una constante zozobra, angustiada porque ha cometido un pecado, porque ha caído en un acto que va contra los mandamientos.

Pero lo que nos enseña san Pablo es algo muy diferente: él, como ningún otro, nos muestra la economía del Nuevo Testamento: “La ley mata, el Espíritu da vida” (2Co 3,6). Eso es lo que debemos predicar en nuestros templos. La gente de por sí vive angustiada por tantas desgracias que suceden en el mundo. Debemos mostrarle el camino que conduce a la felicidad, que no consiste en cumplir una lista de preceptos, sino en amar a Dios en todo y en todos. Hay que hacerle ver a la gente que el pecado es el alejamiento voluntario de Dios y sus obras buenas. Matar no es pecado porque lo prohíbe el quinto mandamiento, sino porque atenta contra la vida, que es obra de Dios, porque destruye su creación y vulnera la dignidad humana.

Hay que hacerle ver a la gente que los actos aislados no son lo que interesa a Dios. Todos cometemos actos que nos hacen menos dignos del amor de Dios, pero él no se fija tanto en eso como en el interior de nuestro ser, en nuestro corazón, en nuestras actitudes profundas, en las inclinaciones más íntimas de nuestra persona. Todos somos seres de carne y hueso, con debilidades, todos experimentamos ese combate interior que vivió san Pablo: “No hago lo que quiero, y lo que quiero hacer no lo hago” (Rm 7,14-18). Vivimos en una continua contradicción, queriendo vivir para siempre, pero atendiendo a las inclinaciones de la carne, que nos llevan a la muerte. Pero cuando Dios nos llame a su presencia es seguro que él no espera encontrarnos victoriosos en este combate, porque la lucha es hasta la muerte, sino que espera encontrarnos en pie, luchando, sin darnos por vencidos.

No es tiempo de asustar a la gente con las llamas del infierno, sino de darle esperanza de una vida en la presencia de Dios. Esto no significa negar el infierno o la muerte, sino darle su verdadera dimensión, como frustración y consecuencia lógica de una opción completamente personal y definitiva de vivir sin Dios. Pero dejando claro que lo que Dios quiere es que nos realicemos plenamente, y que este camino de realización se construye cada día, haciendo bien lo que tenemos que hacer, en el estudio, en el trabajo, en la familia, etc. Debemos mostrarle a la gente que el sufrimiento que experimenta en su vida es una realidad que forma parte de la existencia humana, pero que, asociado a la pasión de Cristo, tiene sentido y un alcance redentor. Nuestra dignidad es tan alta que incluso podemos llegar a gloriarnos “en el Señor” como san Pablo (1Co 1,31), que llegó a sentir satisfacción de padecer en su cuerpo los dolores de Cristo, luchando contra el pecado en sí mismo.

En fin, a la gente hay que enseñarle que está llamada a una realización plena, a una felicidad infinita, a una vida eterna, pero para ello hay que construir su propia existencia, de la mano de Dios, aquí en la tierra, en medio de dificultades y sufrimientos.

3 comentarios:

  1. Anónimo10:38 a.m.

    Muy esclarecedor, Fray Javier, muchas gracias. Este enfoque del pecado, no sólo debe guiar la labor evangelizadora en las homilías, sino las de todo cristiano, porque también los laicos estamos llamados a ser apóstoles.
    Encomiéndeme.
    Luis Gonzalo

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  2. Luis Gonzalo, lo encomiendo en mis oraciones y lo invito a acoger con gran alegría las enseñanzas actuales del papa Francisco sobre la misericordia de Dios y la necesidad que tenemos de no cansarnos de pedir perdón.

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  3. "... haciendo bien lo que debemos hacer, ..." Acaso el terrorista no pone esmero en castigar a la sociedad para lograr unos objetivos que el cree justos? Pensemos, que no se rige por la ley sino por lo que el cree justo y necesario para lograr una sociedad mejor.
    La frase inicial me recuerda a la obra magistral de la picaresca "El buscón don Pablos", en los que sus personajes, tenían como máxima "hurtar, engañar, prostituirse, ... pero con maestría y refinada intención para mayor gloria de Dios.

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