lunes, febrero 27, 2006

De Plotino a san Agustín -Teoría iluminista


INTRODUCCIÓN

El objetivo del presente artículo es presentar una breve reseña del concepto de iluminación que maneja Plotino, y que sirve como punto de partida para entender el mismo concepto en San Agustín. Con frecuencia se oye hablar de que el obispo de Hipona es filosóficamente platónico, esto es, que tiene gran influencia de Platón; pero con la misma frecuencia se hace omisión de los aportes que los neoplatónicos, y en particular Plotino, hicieron para complementar y completar la teoría.

En efecto, el discípulo de Sócrates aportó su teoría de los dos mundos: El mundo “real” o mundo de las ideas, que es perfecto, inmutable, eterno, etc.; y el mundo sensible, que es una copia infiel del mundo de las ideas, por ser una mera sombra de aquel. El mundo sensible “participa” del mundo real de la misma manera que las cosas participan de la luz del sol. Sin embargo, Platón nunca explicó de qué manera opera esta participación; este es el gran vacío de su teoría, que vino a ser llenado por Plotino, quien explica dicha participación como una emanación del ser del Absoluto, que se da por etapas en un proceso ontológico y gnoseológico, como veremos en el desarrollo del trabajo.

San Agustín retomará luego los conceptos neoplatónicos de la iluminación, reemplazando la solución emanatista-panteísta por la creacionista propia del cristianismo, e interpretará la iluminación como una participación a imagen y semejanza de Dios, quien imprime en el alma humana las verdades eternas, como lo describe claramente el padre Pegueroles, según lo visto en clase.

1. PREÁMBULO

1.1 LA TEORÍA DEL CONOCIMIENTO

En esta parte se trata el tema del conocimiento de sí mismo, partiendo de Sócrates, personificado por Platón, pasando por Sexto Empírico y Porfirio, y desembocando en Plotino y San Agustín. Se sabe que Agustín leyó las Enéadas de Plotino y otras obras suyas, en tanto que apenas si leyó el Timeo de Platón. También leyó un texto aporético de Sexto Empírico, directamente o indirectamente a través de Plotino; de igual forma, se evidencia que debió leer o conocer textos de Porfirio, y se sabe que san Ambrosio influyó sobre él aun en sentido filosófico.

1.2 POTENCIA Y ACTO

Esta parte muestra la evolución de los términos potencia y acto, que usa Plotino para indicar la situación activa y no pasiva del alma, y que en san Agustín se enuentran como vida (vis) y acto (actus). Termina mencionando los cinco grados del alma desde san Agustín, a saber: animatio, sensus, ratio, virtus, animae in se ipsa.

1.3 TEORÍA DE LA ILUMINACIÓN

La teoría de la luz nació con Platón (el sol de las ideas), luego los neoplatónicos desarrollaron a partir de ahí la teoría completa del iluminismo y la emanación. Plotino trata el tema con abundancia en las Enéadas. Todos sus discípulos griegos y latinos recibieron su influencia, incluido san Agustín.

2.LA TEORÍA DE LA LUZ EN PLOTINO (LUZ SENSIBLE)

Para Plotino la luz es inmaterial: “La luz no se deriva de esta pequeña masa corpórea; esta masa tiene luz, no por ser un cuerpo, sino por ser un cuerpo luminoso, merced a una fuerza diferente, que no es corpórea”. Es esta una potencia con las siguientes propiedades:

a. Imposibilidad: ella es su propio medio de transmisión, no necesita del aire.
b. Indivisibilidad: no puede dividirse; si se coloca un obstáculo, se detiene, pero no se divide.
c. Inmediatez: la luz está simultáneamente en el foco que ilumina y en el objeto iluminado. De esta forma la luz queda ilocalizable, intemporal, situada fuera de las categorías con que la materia es pensada.

2.1 GRADOS DE LA LUZ

2.1.1 LUZ PRIMERA

Es la luz pura que subsiste en sí misma, que es principio de toda otra luz y de la cual ellas participan. Tiene tres propiedades: es simple, es decir, está desligada de toda forma y cuerpo sensible; radical, esto es, en raíz y principio de toda otra luz; y es inespacial, se distribuye toda ella en todos los cuerpos que participan de ella, pero permanece indivisible porque no tiene principio ni final. Finalmente, lo más importante, Plotino la describe como una “Dynamis” incorpórea y subsistente. En otras palabras, es la potencia productiva de toda otra luz.

2.1.2 LA LUZ PROPIA DEL CUERPO LUMINOSO

La luz que poseen los cuerpos luminosos es propia, es decir, forma parte de su sustancia, pero fue recibida por participación de la “luz primera”. Esta luz visible es producto de la actividad interna y vitalizante del cuerpo luminoso (acto), recibida de la potencia productiva de la “luz primera”. Plotino afirma que el ojo tiene una luz propia que es estimulada por la luz externa de los cuerpos luminosos, y que por lo tanto el ojo no es pasivo, sino que tiene una actividad, una vitalidad interior en orden a la visión.

2.1.3 LA LUZ COMO ACTIVIDAD DEL FOCO LUMINOSO

Una vez más se afirma que esta luz también es subsistente, a pesar de que depende del cuerpo luminoso que la irradia, por no estar contenida en ningún otro cuerpo. Es como una segunda actividad, proveniente de la anterior. Desde el punto de vista gnoseológico hay que decir una vez más que el proceso de iluminación no es una actividad pasiva, sino una actividad propia del ser que posee la visión. En conclusión; “la primera luz” se nos revela como una “puesta en el ser”; la “segunda”, como una “activación”; y la “tercera”, como una “visibilización”. Cada una de las luces recibe y produce, sin embargo, estos tres caracteres.

3. LA TEORÍA DE LA ILUMINACIÓN EN PLOTINO

3.1 LA ILUMINACIÓN EN GENERAL

Plotino considera la iluminación en dos sentidos: primero, como una “irradiación de luz”, y en este sentido indica la emanación del Alma y la Inteligencia a partir del Uno; segundo, como “poner a un ser en situación de dar luz”.

LUZ SENSIBLE

* Puesta en el ser
* Activación
* Visibilización

LUZ METAFÍSICA
* Emanación
* Vitalización
* Contemplación

3.2 EL UNO COMO PRINCIPIO DE LA INTELIGENCIA

Plotino le atribuye tres propiedades al Uno:

a. Estar más allá de toda esencia: es una realidad hasta tal punto subsistente que no necesita de ninguna determinación ontológica. Es una luz simple y trascendente a toda corporeidad.
b. Es inmóvil: esto no significa que no tenga vida, por el contrario implica tal cantidad de vida que no necesita moverse para engendrar todas las cosas.
c. Escapa a todo conocimiento: no piensa, esta función corresponde a la Inteligencia, que en la segunda Hipóstasis. El Uno posee la unidad perfecta entre la dualidad Inteligencia-Inteligible, por lo cual no necesita desdoblase para ejercer esta función.

3.3 LA ILUMINACIÓN DE LA INTELIGENCIA POR EL UNO

“La Inteligencia tiene en sí misma una luz propia, aunque no es la luz pura, sino más bien un ser iluminado hasta el fondo de su sustancia”.

“El Uno le proporciona la luz; él es luz. Es una luz simple que da a la Inteligencia el poder de ser lo que es”.

La Inteligencia es para Plotino una “vida que persiste en su identidad, una sustancia, una potencia múltiple y una actividad incesante”. Cuando el Uno se vuelve hacia sí mismo para contemplarse, entonces se descompone en dos términos, lo entendido y lo que entiende, y de esta manera surge la Inteligencia, la segunda Hipóstasis, dualidad en la unidad.

3.4 LA ILUMINACIÓN DEL ALMA POR LA INTELIGENCIA

El Alma (Universal) es porque es iluminada, y la iluminación es para ella una donación del ser. Es iluminada por la Inteligencia (Nous); junto con el ser, recibe también el dinamismo, la vitalidad. El Alma llega así a ser un intermediario entre el mundo sensible y el mundo inteligible. Participa a los seres inferiores la luz que recibe de la Inteligencia.

Por último, el Alma racional, así sea la universal como la individual, que recibe su ser, su vida y su inteligencia, del principio superior dotado de ser, vida y conocimiento propio.

3.5 LA ILUMINACIÓN DE LA NATURALEZA POR EL ALMA

Lugar pequeño le dedica el autor a la última fase del proceso ontológico y gnoseológico de la iluminación: se trata de la iluminación de los seres materiales por el Alma universal; en este caso ellos reciben pasivamente la luz del alma y por lo tanto no tienen subsistencia propia, sino que la reciben del mundo inteligible; en rigor no son seres, sino sombras de los seres verdaderos, que habitan el mundo de las ideas. Así como reciben el “ser”, también reciben la vida prestada del Alma, y también la inteligencia. En suma, los seres materiales no tienen ser, vida ni inteligibilidad propia: las tienen sí recibidas de las tres Hipóstasis superiores.

CONCLUSIONES

Analizadas las etapas del proceso emanatista concebido por Plotino para interpretar la participación del mundo sensible en el mundo platónico de las ideas, es evidente que la teoría agustiniana de la iluminación no es del todo original ni del todo platónica, sino que es el resultado de la aproximación de la doctrina cristiana a la filosofía idealista griega, aproximación en la cual Plotino juega un papel fundamental como puente.

También es de resaltar que Plotino no se queda en un plano puramente ontológico cuando intenta explicar la emanación de lo sensible a partir del Absoluto, sino que además le de un carácter gnoseológico y dinamista a dicho proceso. De ahí que no sería extraño encontrar una relación directa entre el “ser”, “vida” y “conocimiento”, que se dan por iluminación a partir del Uno en Plotino, y la certeza agustiniana de que “existo, vivo y conozco”.

BIBLIOGRAFÍA

SAN MIGUEL, José Ramón. DE PLOTINO A SAN AGUSTÍN: “El conocimiento en San Agustín y en el neoplatonismo”. Librería editorial Augustinus, Madrid, 1964.

viernes, febrero 24, 2006

Breve curso de Biblia - Programa

Quienes estén interesados en conocer el maravilloso mundo de la Biblia para alimentar su fe y acercarse a una lectura más comprehensiva de la misma, encontrarán en este blog un breve curso introductorio en 6 lecciones, de acuerdo con el siguiente programa:



LECCIÓN 1: CONCEPTOS PRELIMINARES
Ø Definición de Biblia
Ø Lo que no es la Biblia
Ø Lo que es la Biblia
Ø Antiguo y Nuevo Testamento

LECCIÓN 2: CANONICIDAD DE LA BIBLIA
Ø Cánones hebreo y griego
Ø Cánones católico y protestante
Ø Libros protocanónicos, deuterocanónicos y apócrifos

LECCIÓN 3: ESTRUCTURA DE LA BIBLIA
Ø Pentateuco
Ø Libros históricos
Ø Libros poéticos y sapienciales
Ø Libros proféticos
Ø Evangelios y Hechos de los Apóstoles
Ø Corpus paulino
Ø Cartas católicas y Apocalipsis
Ø Búsqueda de una cita

LECCIÓN 4: PROCESO DE FORMACIÓN
Ø Revelación e inspiración
Ø Hagiógrafos
Ø Inerrancia
Ø Fuentes y tradiciones históricas
Ø Materiales
Ø Cronología bíblica

LECCIÓN 5: GÉNEROS LITERARIOS
Ø Narrativo: histórico, parabólico, épico
Ø Judicial
Ø Profético
Ø Poético o lírico
Ø Sapiencial o existencial
Ø Apocalíptico
Ø Epistolar

LECCIÓN 6: INTERPRETACIÓN DE LA BIBLIA
Ø Divina Revelación: Sagrada Escritura, Sagrada Tradición
Ø Principio de relación intertestamentaria
Ø Principio de revelación abierta y cerrada
Ø Magisterio de la Iglesia
Ø Hermenéutica católica vs. Hermenéutica protestante
Ø Exégesis de una perícopa

EVALUACIÓN

sábado, febrero 18, 2006

La Regla de san Agustín a la luz de su tratado sobre la Trinidad






INTRODUCCIÓN

“Ante omnia, fratres carissimi, diligatur Deus, deinde et proximus, quia ista sunt praecepta principaliter nobis data” (R prólogo).

Esta sentencia, con la que san Agustín inicia su regla nos indica claramente que el amor de Dios es el modelo del amor entre los hombres, y que todo amor humano es semejanza del amor divino. Ahora bien, sabemos que el amor es una realidad esencialmente relacional, esto es, que supone relación entre personas. Y en Dios Trinidad existen tres personas: el Padre, que engendra al Hijo; el Hijo, que es engendrado por el Padre; y el Espíritu Santo, que es el amor recíproco entre el Padre y el Hijo. De semejante forma, el amor humano supone la relación entre personas; y la comunidad es precisamente el escenario por excelencia para la relación dialogal y amorosa entre personas. Por eso san Agustín, que buscó siempre la verdad, y al lado de la verdad el amor, encontró en la comunidad de hermanos su lugar para la felicidad.

De aquí concluimos que la vida intra-trinitaria es el modelo por excelencia de la vida intra-comunitaria, y esto nos mueve a buscar en la obra sobre la Trinidad los vestigios de la vida comunitaria que san Agustín consignó en la regla; idea que nos es sugerida por el propio santo cuando afirma que “es, pues, necesario conocer al Hacedor por las criaturas y descubrir en éstas, en una cierta y digna proporción, el vestigio de la Trinidad” (T 6,10,12b). En este lugar Agustín nos invita a ver al Padre en el origen de todas las cosas, al Hijo en la belleza perfecta de esas cosas, y al Espíritu Santo en el goce de las mismas (la delectatio). Así pues, en las criaturas hay ya una imagen de la Trinidad.

1. COMUNIDAD (INSEPARABILIDAD)

Agustín ve en la vida común un verdadero voto; la común unidad es una opción de vida que supone la práctica de los votos que hoy conocemos universalmente como votos religiosos: castidad, pobreza y obediencia. La ausencia de éstos impide la práctica de aquél, ya que “lo primero por lo que os habéis congregado en la comunidad es para que habitéis unánimes en la casa, y tengáis una sola alma y un solo corazón dirigidos hacia Dios” (R 1,1). La unanimidad es el requisito de la fraternidad, pero la unanimidad ‘in Deum’ es la garantía de la fraternidad a semejanza de la vida intra-trinitaria, caracterizada por la inseparabilidad de las personas divinas en sus operaciones. Esto no significa que el obispo de Hipona intente equiparar en ningún momento las relaciones ‘ad intra’ de la Trinidad, que son esenciales, con las relaciones entre los hermanos, que son accidentales, lo cual queda claro cuando expresa que: “aquí, en los seres corpóreos, una cosa sola no es lo que son tres juntas, y dos suman más que una; mas en la Trinidad excelsa, una persona es igual a las otras dos, y dos no son mayores que una sola de ellas, y en sí son infinitas. Y cada una de ellas está en cada una de las otras, y todas en una, y una en todas, y todas en todas, y todas son unidad” (T 6,10,12b).

Es sorprendente cómo se atreve Agustín a pedirle a los miembros de la comunidad que “no se enorgullezcan de vivir en compañía de aquellos a los que, estando fuera, no osaban acercarse” (R 1,6), cuando más adelante les dice: “vivid todos en unanimidad y concordia; y honrad los unos en los otros a Dios, de quien habéis sido hechos templos” (R 1,9). No debemos sentirnos orgullosos de vivir en la comunidad con los principales de la sociedad o del mundo, los ricos, los importantes; pero en cambio debemos sentirnos honrados de ser habitáculos (templos) del mismo Dios. Ese es, tal vez, uno de los grandes misterios de la vida comunitaria: que redimensiona las categorías humanas a partir del modelo divino. Con el abajamiento de Dios la escala de valores cambia en el ámbito de las relaciones humanas. Aquí adquiere sentido eso de: “procuren gloriarse más bien de la convivencia con sus hermanos pobres que de la dignidad de sus padres ricos” (R 1,7).

A ese abajamiento atribuye el santo las manifestaciones divinas en su tratado sobre la Trinidad. Tales manifestaciones visibles y temporales no eran una necesidad para él, sino para nosotros, y no tienen un propósito que termine aquí abajo (‘anima una et cor unum’), sino que nos lleve arriba (‘in Deum’). Agustín lo explica así: “Por esto, la bondad divina, condescendiente con las necesidades de nuestro destierro, nos envía sus apariciones, como avisándonos que no se encuentra aquí abajo lo que buscamos, sino que por estas cosas hemos de volver al principio de donde venimos, pues si no tuviéramos allí nuestro centro, no buscaríamos aquí estas cosas” (T 4,1,2a). En otras palabras, si todo un Dios se hace presente en mi hermano, con todos sus defectos, ¿por qué no he de ver yo en él más que sus defectos y no al mismo Dios, capaz de opacarlos? Así, pues, que la unidad no sea sólo física, viviendo juntos en la misma casa, sino espiritual y fundada en el amor, viviendo juntos en el mismo centro, que es Dios: “Como el Padre y el Hijo son uno en unidad de esencia y amor, así aquellos de quienes el Hijo es mediador ante Dios no sólo sean uno en virtud de la identidad de naturaleza, sino también en unidad de amor” (T 4,9,12).

Ahora bien, esta unidad no implica uniformidad, sino complementariedad en la diversidad; es decir, uno no pierde la identidad e individualidad que le son propias, ni renuncia a sus especificidades, como las personas divinas no pierden sus propiedades y apropiaciones por el hecho de que actúen juntas e inseparablemente en cuanto a sus operaciones. La cuestión radica en el lugar que le concedemos a los intereses propios y a los comunes. Agustín no duda en darle preeminencia a los últimos sobre los primeros “porque la caridad, de la que está escrito que no busca lo propio, se entiende así: que antepone las cosas comunes a las propias, no las propias a las comunes” (R 5,2). Y a esta caridad, que es el requisito ‘sine qua non’ para una sana jerarquía de prioridades dentro de la comunidad, no se llega por el propio esfuerzo, sino por la gracia divina, ya que “la caridad que viene de Dios y es Dios, es propiamente el Espíritu Santo, por el que se derrama la caridad de Dios en nuestros corazones, haciendo que habite en nosotros la Trinidad” (T 15,18,32b).

Y también por gracia es que alcanzamos la tan anhelada unidad, y con ella la felicidad. Porque tanta felicidad se puede encontrar dentro de la comunidad como auténtica unidad entre sus miembros. Una comunidad en la que reinan la envidia, los celos, el rencor y, por tanto, la división, no puede ser el lugar propicio para la felicidad, sino, todo lo contrario, escenario del tedio y la soledad. Quizá alguno encuentre su contento en volcarse hacia las cosas de afuera, pero tarde o temprano descubrirá en esos medios un ancla que lo ata a las cosas de abajo (las relaciones accidentales) y le impide elevarse hacia los bienes superiores (‘in Deum’), porque, como dice Agustín, “nosotros, empero, sólo seremos felices en El, con El y por El. Por su gracia somos unidad entre nosotros y un solo espíritu con El, siempre que a El se aglutine nuestro espíritu. Es un bien para nosotros adherirnos a Dios, pues pierde a todo el que le abandona” (T 6,5,7b).

En este punto se nos ocurre que la comunidad en sí misma es ya una imagen de la Trinidad, por cuanto engendra hijos para el cielo en tanto cultiva el amor recíproco entre sus miembros, y entre cada uno de ellos y la propia comunidad. Pero también vemos un vestigio de la Trinidad en el uso de los bienes comunes de acuerdo con las normas de la comunidad. Los bienes, que están puestos para el servicio de los hermanos son como el Padre, en cuanto es origen de bienestar para todos; las normas, que son la inteligencia de la comunidad para la dispensación de esos bienes, son como el Hijo, en cuanto por su medio se tiene acceso a tales bienes; y el uso de los bienes de acuerdo con las normas es como el Espíritu Santo, en cuanto trae armonía a la vida intra-comunitaria.

2. ORACIÓN – CONTEMPLACION

Agustín se ocupó de que en su regla tuviera un lugar privilegiado la oración, porque ella es fundamento de la vida comunitaria ‘in Deum’; sin ella se puede tener un buen club de amigos, una valiosa obra social o una fundación filantrópica, pero no una comunidad de amor a semejanza de la Trinidad. Y al hablar de oración no piensa él en la repetición de fórmulas preconcebidas, como a veces la convertimos nosotros, sino en una auténtica experiencia de vida en la que la persona esté totalmente integrada, es decir, sea verdaderamente coherente en su relación vertical y horizontal con Dios: vertical en cuanto encuentro contemplativo con Dios en su interior, y horizontal en cuanto encuentro personal con el hermano.

Por eso afirma con presteza: “Cuando oréis a Dios con salmos e himnos, vivid en el corazón lo que decís con la voz” (R 2,3). Y además, “no sea sólo la boca la que reciba el alimento, sino que el oído sienta también hambre de la palabra de Dios” (R 3,2). Así como en varias partes de su obra el doctor de la gracia utiliza el símil de la visión como imagen de la Trinidad, esta cita nos hace pensar en el símil del oído: el Padre es el origen de la palabra, la palabra es el Hijo, y la voz que escucha el oído es el Espíritu Santo. Así, cuando escuchamos la palabra de Dios, nosotros somos como el Hijo, que recibimos la vida misma del Padre, la palabra es como el Padre, que nos da vida, y la atención, que nos hace sentir hambre de la palabra de Dios, es como el Espíritu Santo. Vemos, pues, cómo la oración contemplativa y la vida intra-comunitaria que Agustín formula en su regla son siempre una semejanza, a veces clara y a veces oscura, de la vida intra-trinitaria.

Ahora bien, ¿de qué manera nos alimenta la palabra de Dios? Ya hemos dicho antes que al lado del amor, Agustín buscó siempre la verdad, y la buscó en comunidad. Por eso lo vemos rodeado de los suyos en Casiciaco, haciendo sus primeras especulaciones filosóficas; por eso lo vemos fundando monasterios para clérigos una vez ha sido nombrado obispo, contra sus aspiraciones. Pues es de la verdad de lo que nos alimentamos cuando nos alimentamos con la palabra de Dios, pero no verdades fáciles e inmediatas, sino escondidas, que requieren de todo nuestro empeño para se escudriñadas y develadas (Cf. T 15,17,27b). ¿Significa esto que somos capaces con sólo nuestro esfuerzo de alcanzar el conocimiento de las verdades divinas? Por supuesto que no, eso queda claro cuando escuchamos al santo obispo decir: “Busquen en la oración, en el estudio y en una vida virtuosa la inteligencia; es decir, vea, en cuanto es posible, la mente, cuanto cree la fe” (T 15,27,49a). Aquí nos plantea un trípode sobre el cual podemos sostener con firmeza nuestros esfuerzos en orden a la búsqueda de la verdad en comunidad: oración, estudio y virtud. Y en ellos vemos un nuevo esbozo de la Trinidad. La oración es fuente (Padre), el estudio es inteligencia (Hijo) y la virtud es amor por el bien (Espíritu Santo), y los tres juntos son la Verdad eterna e inconmutable, dispuesta para ser contemplada.

3. CASTIDAD – PUREZA

Casi todo el capítulo cuarto de la regla lo dedica san Agustín a instruir a sus hijos sobre la castidad, pero no simplemente la castidad como pureza del cuerpo o abstención de profanación impura, sino como integridad de la persona toda hacia los bienes más altos, en lo que constituye el orden del amor. Sin embargo este alcance no siempre es evidente; basta ver los siguientes pasajes para sentirse tentado a dudar de la verdadera dimensión de la castidad en el pensamiento agustiniano: “Cuando salgáis de casa, id acompañados; cuando lleguéis a donde vais, permaneced juntos” (R 4,2); “Por tanto, cuando estéis juntos en la iglesia y en cualquier lugar en que también haya mujeres, custodiad mutuamente vuestra pureza; pues Dios, que habita en vosotros, también os protegerá de esta manera, por medio de vosotros mismos” (R 4,6): “Y no vayan a los baños públicos o a dondequiera que sea necesario ir menos de dos o tres juntos” (R 5,7).

Para poder ir más allá hay que recurrir a otros pasajes, pero antes de hacerlo debemos detenernos un momento en los anteriores para analizar algunos elementos de esa dimensión, que podríamos llamar inmediata o física, de la castidad. En primer lugar, dice el santo: “cuando salgáis de casa”. Con ello deja entrever que dentro de la comunidad estamos protegidos; de hecho la comunidad es como una gran sombrilla que nos cobija y brinda protección contra muchos peligros de la vida cotidiana. La confianza que uno deposita en el hermano o en el superior es apenas una leve aproximación a la confianza infinita que el Hijo deposita en el Padre cuando le dice en el huerto de los Olivos, la víspera de su pasión, “pero no se haga mi voluntad, sino la tuya” (Lc 22,42); o a la seguridad con que el Hijo nos invita a esperar al Espíritu Santo, para no sentirnos solos tras su partida (Cf. Jn 16,13).

Y la forma como la comunidad nos protege es precisamente a través de los hermanos. Por eso nos dice Agustín: “Custodiad mutuamente vuestra pureza”. Pero esta seguridad no está fundada meramente en la confianza en el hermano por él mismo, sino porque en él y a través de él actúa el propio Dios: “pues Dios, que habita en vosotros, también os protegerá de esta manera, a través de vosotros mismos”. Es por la inhabitación de la Trinidad en cada uno de nosotros y en la comunidad toda que tenemos la garantía de la custodia de la pureza, aun en el restringido campo de lo puramente físico.

Pero, como dijimos, el concepto de castidad en san Agustín va mucho más allá, penetra el corazón, es decir, lo más íntimo de la persona, allá donde uno se encuentra a solas con Dios, en el sagrario de su conciencia. Por eso afirma: “Y no digáis que tenéis el alma casta si tenéis deshonestos los ojos, porque los ojos deshonestos denuncian un corazón impuro” (R 4,4). No hace falta mucho esfuerzo para darse cuenta de que en esto, como en todo, sigue el obispo de Hipona de cerca el evangelio, donde Jesús radicaliza el sentido de la ley que los judíos habían llegado a interpretar de una manera externa. En efecto, nos refiere el evangelista Mateo la siguiente sentencia de Jesús: “Habéis oído que se dijo: No cometerás adulterio. Pues yo os digo: Todo el que mira a una mujer deseándola, ya cometió adulterio con ella en su corazón” (Mt 5,27-28).

A diferencia del aspecto físico, en que una acción puede ser vista de manera aislada como impura, mientras otras no lo son, en el interior del corazón todo acto implica una actitud que abarca a la persona completa y la compromete de manera integral. Consiente de esto, afirma Agustín en su tratado sobre la Trinidad que “para los puros todo es puro, con una castidad admirable; por el contrario, para los impuros e infieles, de corazón y conciencia contaminados, nada hay limpio” (T 12,5,5). Suenan duras estas palabras, pero si las analizamos con cuidado nos damos cuenta de que tienen mucho de verdad, y eso lo podemos constatar en nuestros comportamiento cotidianos. Cuando nosotros actuamos con envidia, por ejemplo, vemos envidia en las actuaciones de los demás. Un corazón contaminado ve contaminación en todas partes, y éste es un cáncer dentro de la vida comunitaria.

Sin duda alguna, tratándose de este tema, adquiere especial protagonismo la voluntad, porque ella es como la gran señora que gobierna el castillo de nuestra castidad. Porque los peligros que acechan al cuerpo acechan antes al alma y sólo cuando logran vulnerarla se hacen manifiestos en él. He aquí una imagen clara de la Trinidad en el alma que lucha contra los enemigos de la pureza: memoria, inteligencia y voluntad (Cf. T 10,11,17). La dinámica es la siguiente: La memoria (Padre) contiene los recuerdos; cuando ellos brotan y se presentan a la inteligencia (Hijo) en forma de tentación, ésta comienza a buscar razones para permitirles el paso, pero sólo cuando, finalmente, la voluntad (Espíritu Santo) consiente, el alma habrá perdido la batalla y la castidad habrá sido vulnerada. De ahí a la capitulación del cuerpo sólo es cuestión de tiempo. Esto nos hace pensar en una imagen más sobre la Trinidad, aplicada a la vida religiosa: los consejos evangélicos, los votos religiosos y la voluntad. Los consejos evangélicos son como el Padre, pues son fuente de una opción libre del ser humano; los votos religiosos son como el Hijo, toda vez que son la palabra por la que el ser humano libre adquiere su compromiso; y la libertad es como el Espíritu Santo, ya que unen la opción libre con el compromiso explícito en la persona. Y esta opción libre se ejerce en el seno de una comunidad concreta.

4. FRATERNIDAD – RECONCILIACIÓN

Toda persona que haya vivido una experiencia comunitaria comprenderá al instante el porqué del énfasis que hace san Agustín en el tema de la vida común, el amor entre hermanos y la corrección fraterna. Y no hace falta haber vivido una experiencia de vida comunitaria conventual; toda forma de vida en común trae consigo las mismas complejidades, sea religiosa, matrimonial, laboral, escolar, etc. Y estas complejidades se derivan de la misma naturaleza humana. Las relaciones inter-personales son un enigma porque el hombre mismo es un enigma. Estas relaciones son la exteriorización de una experiencia interior que es en sí misma inexcrutable; toda interacción humana es el encuentro de dos mundos; mundos perfectibles pero imperfectos, llenos de esperanzas, anhelos, éxitos, virtudes y realizaciones, pero también de fracasos, tristezas, amarguras, envidias y discriminaciones.

La vida comunitaria se ve afectada inevitablemente por una serie de factores psicológicos, sociológicos y culturales que deben ser tenidos en cuenta como base natural sobre la que actúa la gracia sobrenatural. Agustín no era un idealista, ni siquiera alcanzó a ser optimista en su visión antropológica. Conocía la debilidad humana porque él mismo la experimentó en su propia carne; nada de lo humano le era ajeno. En su obra de las Confesiones encontramos un retrato diáfano de esta realidad. De ahí que tuvo elementos suficientes para impregnar su regla con un espíritu de comprensión a la vez que de exigencia en este sentido. Sabía que tarde o temprano - más temprano que tarde - las relaciones entre los hermanos encontrarían sus tropiezos, y por eso se empecinó en promover la dimensión espiritual de estas relaciones, la cual pasa necesariamente por la reconciliación: “Por tanto, absteneos de palabras duras; y si salieron de vuestra boca, no os duela proporcionar el remedio de la misma manera como se produjo la herida” (R 6,2).

Y es ésta una actitud que debe tener doble vía. No basta con que el agresor baje la guardia y pida perdón; el ofendido también debe tener la suficiente humildad para aceptar las disculpas y reconstruir la armonía perdida. Con razón dice el santo: “Quien ofendió a otro con afrentas, maldiciones o echándole en cara alguna culpa, procure reparar cuanto antes lo que hizo; y el ofendido perdónele sin discusión alguna. Pero si mutuamente se injuriaron, mutuamente deberán perdonarse la ofensa” (R 6,2). Esto es fácil de decir, pero no es tan fácil de poner por obra; se requiere vitalidad espiritual, elevar la mirada por encima de las realidades puramente materiales y humanas, y buscar en Dios el modelo de la armonía relacional. La vida intra-trinitaria es, por supuesto, un modelo perfecto; ello no quiere decir que debamos aspirar a alcanzar tal perfección en nuestras relaciones personales aquí en la tierra, pero sí que debemos esforzarnos, con la ayuda de Dios, por imitar más fielmente cada día este modelo. “Con más facilidad nos perdonaríamos mutuamente si entendiésemos o creyésemos con firmeza que todo cuanto se afirme de esta naturaleza inconmutable, invisible, vida suma y que a sí misma se basta, no ha de medirse con el compás de las cosas mudable, perecederas e indigentes” (T 5,1,2). Y no hemos de desanimarnos pensando que el modelo es inalcanzable por ser Dios mismo en su naturaleza infinita, inconmutable e incorruptible. No debemos olvidar que ese Dios eterno en quien no penetra la polilla y la corrupción, se hizo hombre y compartió nuestra naturaleza; y también en esta condición supo ser fiel a su filiación divina, experimentando las tentaciones humanas.

Ahora bien, el grado de perturbación de las relaciones entre los hermanos refleja, sin duda, el grado de profundización en el camino espiritual, que pasa por el amor: “Notad con cuánto encarecimiento encomienda el apóstol san Juan la caridad fraterna: ‘El que ama a su hermano, dice, está en la luz, y escándalo no hay en él’. Es evidente que la perfección para el apóstol radica en el amor al hermano” (T 8,8,12c). Cuando Agustín veía las divergencias que se presentaban entre sus monjes por cosas superficiales como el vestido o la comida, infería inmediatamente el estado de esta realidad, lo cual expresa en el capítulo quinto de su regla cuando dice: “Y si de este modo de obrar se originan entre vosotros discusiones o murmuraciones, ..., concluid por este detalle qué pobres andáis de aquella santa vestidura interior del corazón, cuando litigáis por las vestidura del cuerpo” (R 5,1).

En efecto, nuestras actitudes externas en las cosas superfluas, y aun en las esenciales, delatan el estado de nuestro hombre interior, “pues el amor entre vosotros no ha de ser carnal sino espiritual” (R 6,3). Nos encontramos aquí con la teología paulina sobre el hombre interior, que Agustín sigue de cerca. No olvidemos que el itinerario del hombre hacia Dios pasa por las creaturas y por el hombre mismo; es un proceso de interiorización y ascensión, dinamizado por el amor: por el amor a las cosas, a los hombres y a Dios, en su debido orden. Con esta claridad se entiende lo que quiere decir Agustín cuando afirma que “consiste el amor verdadero en vivir justamente adheridos a la verdad y en despreciar todo lo perecedero por amor a los hombres, a quienes deseamos vivan en justicia” (T 8,7,10a). Y en este camino no estamos solos, tenemos el testimonio de muchos hombres y mujeres que nos han antecedido en la fe y en la vida espiritual. Cuando meditamos sobre sus vidas, se enciende nuestro corazón en el deseo de vivir según Dios (Cf. T 8,9,13).

Pero si la capacidad de perdonar y pedir perdón ocupa un lugar privilegiado en la vida comunitaria y en el crecimiento espiritual de la persona, no menos importante es el que ocupa la corrección fraterna, la capacidad de hacerle ver al hermano lo que está mal, lo que le hace mal a él y a la convivencia recíproca. Para ello se necesita caridad; éste es el requisito fundamental para que un llamado de atención sea una auténtica corrección fraterna y no una acto de soberbia. Agustín nos ofrece en su regla todo un itinerario de sabor bíblico sobre la manera de corregir al hermano para evitar que se pierda, el cual pasa por la exhortación privada y la amonestación delante de testigos (Cf. R 4,8), hasta llegar al llamado de atención por parte del superior y de la comunidad. En este camino, debemos descubrir en el superior, y aun en el hermano, el rostro amoroso del Padre, que nos llama a la reconciliación.

Esta experiencia de la vida comunitaria, que pasa por el perdón de las ofensas, por el camino de la interiorización y por la corrección fraterna, nos remite a una imagen de la Trinidad que se hace palpable en las relaciones cotidianas entre los hermanos, y que forma parte del hombre sensible: memoria, visión interna y voluntad (Cf. T 11,2,2). En la memoria (Padre) se contienen todos nuestros recuerdos, incluidas las ofensas que recibimos; cuando estos recuerdos brotan, como que se actualizan en nuestra visión interna (Hijo), y en ese momento entra en juego la voluntad (Espíritu Santo), que une la memoria que recuerda con la visión que actualiza. Si la voluntad da su asentimiento, el recuerdo se convertirá en rencor, y el rencor en odio. Aquí está en juego la esencia de la vida fraterna: la voluntad debe dar paso al perdón y al amor, no al odio y al rencor.

De igual forma, se nos ocurre que en este contexto podemos identificar un nuevo vestigio de la Trinidad en la vida comunitaria, el cual se halla en la comunidad misma, que es como el Padre, que engendra santos y buenos religiosos (Hijo), o religiosos mediocres e indignos, en la medida en que los votos (Espíritu Santo) que nos ligan a la comunidad son vividos con autenticidad. El amor recíproco entre la comunidad y cada uno de sus miembros se traduce en una vivencia armoniosa de cada uno de los consejos evangélicos, lo cual enriquece la fraternidad y la espiritualidad.

5. AUTORIDAD – OBEDIENCIA

Si bien dentro de la doctrina agustiniana la autoridad máxima dentro de la vida comunitaria recae en la comunidad misma, el debido orden exige que el ejercicio del gobierno esté delegado en alguno de los miembros, quien antes que mandar como un jefe, sirve como un padre. Ante su autoridad, le corresponde a los demás hermanos responder con la debida obediencia, no por la persona del prior, que de por sí ya merece reverencia, sino porque en él está la autoridad de Dios, y todo cuanto se haga contra él se hace contra Dios mismo. Por eso Agustín le dice a sus monjes en la regla: “Obedeced al prepósito como a un padre, reverentemente, para no ofender a Dios en él; y mucho más al presbítero, que tiene a su cargo la solicitud de todos vosotros” (R 7,1).

Ahora bien, toda obediencia está fincada en una de dos actitudes: el amor o el temor. Puede ser el amor al padre que vela por el bienestar de sus hijos, el amor a la comunidad que lo ha puesto en ese servicio o el amor a Dios que ejerce su autoridad a través de los hombres que tienen el deber de gobernar. O todos juntos. Pero también puede ser el temor al castigo o la reprensión que sigue al incumplimiento de las normas. Lo ideal es que la obediencia esté cifrada en el amor, pero Agustín no es ingenuo – nunca lo fue – y por eso hace la siguiente advertencia: “Y aunque las dos actitudes sean necesarias, prefiera, sin embargo, ser amado por vosotros a ser temido, teniendo siempre en cuenta que habrá de dar razón de vosotros ante Dios” (R 7,3).

La última parte de esta expresión da la verdadera razón por la que se le debe obediencia al superior: porque él habrá de dar razón de cada uno de sus súbditos ante Dios. Esto significa que sobre sus hombros pesa no un privilegio, sino una gran carga, la responsabilidad de dar cuentas de los hermanos que han sido puestos bajo su cuidado. Él tiene el encargo de velar porque los hermanos caminen por la senda del Señor, y para ello está obligado a hacer cumplir las normas, que están puestas para garantizar ese fin, no para incomodar o fastidiar a nadie. Por lo tanto, el superior debe ser visto como un padre que se preocupa por sus hijos, y no como un comandante que da órdenes según su capricho; debe ser visto realmente no como un ‘superior”, esto es, como el que está por encima de los demás, sino como un ‘prior’, es decir, como el primero en el servicio, pero con la misma dignidad de los demás.

En la Iglesia de oriente se utiliza la expresión ‘primus inter pares’ (primero entre iguales) para referirse al patriarca de Constantinopla. De la misma manera debe ser entendido el prior en la comunidad. Para asimilar esto bástenos recurrir al modelo de la santísima Trinidad, donde todas las personas son iguales en naturaleza y dignidad, pero sin perder lo propio de cada una y su preeminencia en las diversas operaciones. Claro que esto no siempre fue entendido así.

En más de una ocasión Agustín tuvo que salir al paso de doctrinas contrarias, las cuales admitían ciertos tipos de subordinación del Hijo o del Espíritu Santo con respecto al Padre. Por ejemplo, algunos afirmaban que el Espíritu Santo es inferior al Hijo porque sólo habla de lo que oye de éste, según Jn 16,13. Para refutar este error, el santo de Hipona sostiene que el Espíritu Santo no es inferior porque hable sólo lo que oye del Hijo, ya que éste a su vez lo toma del Padre; y el Padre y el Hijo son iguales; luego el Espíritu Santo es igual al Padre y al Hijo (Cf. T 2,3,5). De parecida forma, otros decían que el Padre es superior al Hijo porque lo envía, y es superior al Espíritu Santo porque también lo envía, y el Hijo es superior al Espíritu Santo porque lo envía, según Jn 14,24.26. Agustín derriba este argumento, aduciendo que el Padre no es superior al Hijo porque no lo envía en cuanto Dios sino en cuanto hombre; y en este sentido el Hijo también es enviante. El Espíritu Santo tampoco es inferior a ellos dos porque no es enviado en cuanto a su sustancia invisible, sino en cuanto a sus manifestaciones visibles, o sea en cuanto ‘criatura’, por ejemplo: fuego, paloma, viento. (Cf. T 2,5,7-10).

Y así podríamos continuar enumerando todo tipo de herejías de su tiempo, pero no hace falta. Lo importante es comprender que, si bien existen diferencias en las funciones, no es así en la esencia. Lo mismo sucede en la vida comunitaria. Así como afirma el santo que el Hijo es inferior al Padre y no es inferior al Padre (es inferior en cuanto a su humanidad, pero no es inferior en cuanto a su divinidad (Cf. T 2,1,2-3)), así mismo podríamos decir nosotros que el súbdito es inferior al prior y no es inferior al prior (es inferior en cuanto a la autoridad, pero no en cuanto a la dignidad de persona y hermano).

Por otro lado, una de las cosas que se observa con frecuencia en la vida comunitaria, y contra la que Agustín nos pone sobre alerta, es la tendencia al cumplimiento externo de las normas sin una verdadera interiorización y aceptación de las mismas por convicción. Esto da lugar a una vida doble: por un lado la vida pública y oficial dentro de la comunidad, aparentemente sujeta a las normas, incluso con estricta observancia; y por otro, la vida privada y oculta, sujeta a graves desviaciones con peligro para la propia vocación. Ante esta realidad, el santo obispo nos recuerda que la autoridad y sabiduría de Dios no admiten ningún tipo de engaño: “¿Qué sucede con aquel que observa desde arriba y a quien nada le puede quedar oculto? ¿Pensaremos acaso que no ve por el hecho de que lo ve con tanta paciencia como sabiduría?” (R 4,5). Ante la omnisciencia de Dios, toda nuestra vida queda desnuda, sin importar cuántas hojas de parra pongamos sobre nuestro cuerpo. Y esto es algo que tendemos a olvidar cuando perdemos la dimensión espiritual de la autoridad y la obediencia. Olvidamos que “Dios conoce todo cuanto obra su sabiduría, y aunque los tiempos pasen y se sucedan, nada pasa ni se sucede en la ciencia de Dios. No conoce Dios las cosas criadas porque fueron hechas, sino que fueron hechas mudables porque Dios tiene de ellas un conocimiento inconmutable” (T 6,10,11e).

¡Cuánta verdad hay en esta afirmación! Todo lo que somos lo somos porque Dios lo conoce, no al revés. Pero la soberbia está siempre al acecho para dañar hasta las obras buenas, o para hacernos desesperar por la constatación de nuestras debilidades, como si fuera posible por la vía del mero esfuerzo personal llegar a la posesión de la verdad. “Ante todo se nos debía convencer del gran amor que Dios nos tiene, para no dejarnos prender en la desesperación sin atrevernos a subir hasta él. Convenía fuera puesto en evidencia cuáles éramos cuando nos amó, a fin de no sentir el tumor de la soberbia por nuestros méritos, pues esto nos apartaría aún más de Dios y nos haría desfallecer en nuestra pretendida fortaleza” (T 4,1,2b).

Y en este punto llegamos a uno de los vestigios de la Trinidad más profundos en san Agustín, el cual sin duda puede ser apreciado en la vida comunitaria: el amante, el amado y el amor – Padre, Hijo y Espíritu Santo (Cf. T 8,10,14). Podemos ver en el amante al prior, que se preocupa por el bienestar de sus hijos; en el amado a cada uno de los hermanos, puestos al cuidado del prior; y en el amor la relación de obediencia de los súbditos hacia el prior, y de autoridad del prior hacia los súbditos. Repitámoslo, esta relación también puede estar fundada en el temor, pero en ese caso no es un vestigio de la Trinidad, porque el temor no une, como une el Espíritu, sino que divide y separa, como lo hace el diablo.

CONCLUSIONES

Al final de este recorrido por los aspectos centrales de la regla de san Agustín a la luz de la doctrina expuesta por el doctor de la gracia en su tratado sobre la Trinidad, tenemos que afirmar que, sin duda alguna, la vida religiosa es un escenario envidiable, por ser especialmente comunitaria, para vivir la imagen y semejanza del Dios Uno y Trino entre nosotros. Hemos visto varias imágenes de la Trinidad en la vida comunitaria, caracterizadas todas ellas por la relacionalidad entre personas: entre personas divinas, en el caso de la vida intra-trinitaria; y entre personas humanas, en el caso de la vida intra-comunitaria.

Esto nos ha permitido mostrar con claridad que el modelo de vida monástica vislumbrado por san Agustín está firmemente fundado en el modelo de la vida divina, y no es una simple asociación de personas al modo humano, como un club de amigos o una sociedad con ánimo de lucro. Lo que mantiene en tensión la vida religiosa es precisamente la certeza de que camina entre dos polos que se repelen por cuanto tienen de incompatibles, pero a la vez se atraen por cuanto tienen de complementarios: hablamos de las dimensiones divina y humana de la vida religiosa.

Este género de vida no es un invento humano, es una vocación divina a la que hay que responder desde la precariedad del hombre, pero siempre con la ayuda del mismo Dios que hace la llamada. Tenemos en él un modelo que nos sirve de faro y espejo, para saber a dónde tenemos que ir, y cómo nos encontramos ahora. Que la santísima Trinidad nos conceda vivir lo que ahora creemos comprender. Finalmente, nos resta parafrasear al águila de Hipona para justificar los errores en que hayamos podido incurrir en la elaboración de este trabajo: “Por mi parte, continuaré meditando, ..., esperando por la misericordia divina, poder perseverar en estas verdades que se complace en revelarme; y si estoy en el error, él me lo dará a conocer, ..., ya por medio de su palabra revelada, ya por medio de mis coloquios con los hermanos” (T 1,3,5e).

Abreviaturas

R = Regla de san Agustín
T = De trinitate